LUNES 10 DE JULIO DE 2000
Ť Tres postales reflexivas Ť
Ť Iván Ríos Gascón Ť
Sergio González Rodríguez escribió en El Centauro en el paisaje -libro que en 1992 resultó finalista del vigésimo Premio Anagrama de Ensayo-: ''Nadie debe escribir sobre imaginarios culturales sin aclarar el suyo, su idea del edén íntimo. El imaginario personal es la patria de los recuerdos y de los sueños".
Con estas líneas, el escritor bosqueja la sinuosa condición de la cultura: el hombre es una criatura susceptible de extraviarse en el híbrido de lo sensible, lo intelectual, lo estético. La creación es proclive a convertirse en el tributo al caos y el artificio, cuando el imaginario es un tropel de polimorfias formativas y el pensamiento se erige en la simulación, la mimesis y la reverencia al mito.
Carlos Monsiváis apunta en Aires de familia (libro ganador del mismo premio en su versión 27): ''En el siglo XX la vida latinoamericana ha consistido en gran parte en la resistencia a la alternativa única, que extingue opciones con ferocidad. Hoy, cuando las alternativas se concentran, el derrumbe de las economías amenazan con destruir, o destruye en efecto, mucho de lo avanzado. Los procedimientos de la televisión le devuelven a la sociedad el carácter homogéneo de que tan penosamente se había desembarazado, las promesas de la globalización se estrechan y se concentran monopólicamente, lo que excluye se disemina por doquier y lo que incluye apenas sobrevive. Y las antiguas quejas y los lamentos proverbiales ya no operan, disueltos en la ironía posmoderna".
Las palabras de Monsiváis explican las circunstancias que influyeron en el desarrollo, los avances, los estancamientos y los francos retrocesos de América Latina: el imaginario cultural contemporáneo se edificó, en gran medida, sin la pertinente aclaración de la identidad pública y privada, sin esa ''patria de los recuerdos y de los sueños" que menciona González Rodríguez. Las sociedades hispanoamericanas crecieron al amparo de una confusión inexorable, producto de la obcecación moral, la invasión extranjera y extranjerizante, la rigidez monolítica del conservadurismo, la fobia a la diversidad, el desprecio por la historia y el sistemático quebranto de lo singular.
Pero no obstante aquellos fenómenos extremos, concluye Monsiváis, el espíritu latinoamericano confeccionó algunas salidas de emergencia para demoler las pasiones cenobíticas que aherrojaban lo mismo a la imaginación que a la conciencia, que anulaban los espacios de la resonancia contestataria y acallaban los furores libertarios: Aires de familia es la fábula -a la manera de André Breton- de estos pasos perdidos. La crónica de un sendero delineado por la trashumancia de las voces que a través de la remisión y de la apostasía concibieron un archipiélago en donde refugiarse del contrato social basado, esencialmente, en el oscurantismo.
Reflexionando sobre Borges, Musil y Klossowski, en La errancia sin fin (libro de otro mexicano que por vez primera se hizo acreedor del Premio Anagrama en su novena versión), Juan García Ponce señaló la certeza más cruel e irónica de El hombre sin atributos: ''El absoluto no puede conservarse". Y efectivamente. En el arte y la cultura -como en la vida y la ficción-, el absoluto es la metáfora de la invisibilidad. La intención de asumir el imaginario universal es un ejercicio inútil. La creación de un cosmos ideal se enfrenta al riesgo de la fragmentación.
Para explicar la inasequible condición del absoluto, García Ponce se basó -por extraño y delirante que parezca-, en todo lo que literaria, estética e intelectualmente hacía de esos autores y sus obras, seres disímbolos y distantes entre sí. Pero lo cierto es que la agudeza de la errancia sin fin reveló los vasos comunicantes que existían en la diferencia: la compleja, azarosa e ingrata -en ocasiones- búsqueda del principio de identidad. Borges, Musil y Klossowski profesaban el mismo auto de fe: el amor era el espejo metafísico. El amor era el desdoblamiento. El amor era, en suma, la identidad.
Siguiendo las coordenadas de un inmenso catálogo de cultos, arraigos, dogmatismos y quimeras (la plebe y sus escarnios, lo popular, Hollywood y sus hechizos de proyección egótica, el desafortunado periplo integrador de América Latina, los poetas del misticismo y los profetas de la diversidad, el humanismo, el boom latinoamericano, las doctrinas mediáticas, la epopeya érotica, la intolerancia, el feminismo, la utopía y la antiutopía de la revolución, las metástasis del consumo, el complot contra la democracia y las urdimbres del clero, entre otros retorcimientos de la historia), Aires de familia comparte un destino común con La errancia sin fin y El Centauro en el paisaje: las tres obras ponen de manifiesto que ser es ser perpetua metamorfosis.
Porque en el lúcido trayecto por las encrucijadas de la luz espiritual, la renunciación y el desencuentro (García Ponce), el asombro lírico de la otredad (González Rodríguez) y la crónica puntual -y puntillosa- de las grescas sociopolíticas y las paradojas culturales del perpetuo Tercer Mundo (Monsiváis), el principio de identidad se transforma en una alegoría de la superstición, de lo irreal y de lo huidizo. Pero ahora, tras la resaca triunfalista de un electorado que decidió el óbito del PRI a costa de una opción ambigua, Ƒserá posible que el régimen que sigue no aniquile las conquistas del arte y la cultura?