La Jornada lunes 10 de julio de 19100

Hermann Bellinghausen
Desde la bahía

Lugar donde el mar se esconde largamente de sí mismo y se permite algunas libertades, como ignorar oleajes o no responder por el infinito y la redondez de la Tierra. Quietud para las velas, nicho de sucesivas decadencias para quienes la riqueza siempre resulta ajena, según parece el designio de las ciudades grandes.

La altitud mediterránea recorre el casquete del globo y lo mismo le dan uno u otro continentes. Lo suyo es un azul que sólo los pintores saben donde sea.

El muelle

El muelle en desuso se amontona en una ruina de asfalto quebrado, pilotes ya sin malecón que se hunden en el agua hasta que los acabe la pudrición. Los estibadores que hubo, y muchos, qué se hicieron.

Los astilleros están abiertos a los barcos averiados y el herrumbre. Una grulla parece brotar del agua y tras un vuelo de línea negra se instala en un pilote y, largas patas, largo cuello, pico largo, se inmoviliza.

De espaldas al atardecer, la bahía navega en una tela de innumerables azules, variante densa del color mediterráneo. El sol se oculta desgarrando millones de nubes sobre el océano Pacífico, púrpura lujurioso, grises puros, blancos de metal y fuego. Las colinas de la ciudad asoman, recorridas por casas de tonalidades tenues y surtidas, en una especial arquitectura de juguete, repostería escenográfica en bordado de punto o porcelana, y los inevitables rascacielos de un triunfo que ya llegó.

El muelle en cambio es un punto cero, refugio de los desplazados y los desposeídos. Un hombre sin edad, larga gabardina sucia, lleva al desgaire, en un cartón de pizza, sobras de los distintos platillos de algun restorán de su camino, carne molida con pasta, verduras, hogazas, salsas oscuras y otros ingredientes que para decirlo leve no se apetecen así reunidos.

Por ofender, ofrece sus viandas y enseguida suelta una carcajada de escarnio sin dientes, y años luz allá de la inocencia, prosigue su camino hacia el baldío del puerto mal alumbrado erizándose de malas yerbas, prieta tachadura en un esplendor que no lo incluye.

En el mar tranquilo de la bahía apenas se distinguen las montañas continentales, fundidas en un noviazgo del mar y el cielo que se amarran los rebozos precisamente en el horizonte, tras las luces de las lanchas, intermitentes, y de uno, quizás dos barcos.

De ese lado del oriente viene la noche, pero lo hace donde cualquier color es traducido al azul de inmediato en el reflejo. Los hay celestes y muy claros, así en el mar como en el cielo, y purpurinos, asalmonados, marinos o cobálticos, rubicundos, lácteos y hasta negros, los azules.

Al norte de la bahía resplandece el nuevo estadio de los Gigantes, atiborrado al tope por decenas de miles que gritan y silban. Acá no se oyen, son presencia fantasmal, puesta en escena televisiva de Pacific Bell y Coca Cola que desde el muelle es sólo un punto.

Una luna bastante gorda se inclina y brilla, único espejo de blancura en el rebozo azul. Tan quietas están las aguas en el muelle que no parecen mar. La brisa huele a sal azul.

Muchacha en la calle 16

El calor de la tarde, asfixiante. La negra en la banqueta, muy negra, y más, bonita. Sentada a la sombra de un establecimiento comercial, abre las piernas que brotan fuertes de una diminuta falda blanca que subraya más su rostro de expresión indescifrable, tal vez indistinta, pero con un afán de seducción que ella misma no controla.

La mano izquierda sostiene delicadamente la quijada de su perfecta cabeza de reina. La diestra se extiende más allá del brazo recto apoyado en su distante rodilla derecha (todo en ella es tan largo), de la muñeca cuelga un aro de plata que viene grande a delgadez tan extrema. Si no estuviera ahí tirada destonaría a Iman y Naomi dondequiera que éstas posaran.

Alrededor lo que hay son yonquis, la mayoría blancos y tatuados hasta la nuca. Junto a ellos es pantera entre gatos de azotea.

En el origen de los muslos, la pantaleta blanca mal le cubre el chino carbón del sexo y la brasa roja de sus labios despiertos. Y de ahí, de ese vértice de piernas y fuego, un hilillo escurre la banqueta, un charco cálido y retinto, en cierto modo triste, que se traga el arroyo de la 16 esquina con Guerrero.