DOMINGO 9 DE JULIO DE 2000

Ť Risa en la oscuridad Ť

 

Ť Vladimir Nabokov Ť

Mañana empieza a circular en México la novela Risa en la oscuridad, escrita por Vladimir Nabokov en 1932, durante su exilio berlinés. Un triángulo amoroso protagonizado por un respetable crítico de arte, un joven artista y Margot, la amante de éste, en el que se entremezclan la pasión y la degradación es el tema que le sirve al autor de Lolita para reflexionar acerca de las relaciones entre la vida y el arte, entre la imaginación y la realidad, y para armar uno de sus brillantes artefactos literarios repleto de guiños y ramificaciones. Gracias a Editorial Anagrama ofrecemos a nuestros lectores un adelanto de esta ''pequeña obra maestra rebosante de crueldad, a la que no se le puede quitar ni añadir nada sin causarle un daño irreparable", como calificó el Times Literary Supplement.

Vladimir Nabokov Erase una vez un hombre llamado Albinus, que vivía en Berlín, Alemania. Era rico, respetable, feliz. Un día abandonó a su mujer por una amante joven; amó; no fue amado; y su vida acabó en un desastre.

Este es el cuento, en suma, y podríamos haberlo dejado aquí si no fuera por el interés y el placer de narrarlo. Pues aunque basta el espacio de una lápida para contener, encuadernada en musgo, la versión abreviada de la vida de un hombre, los detalles siempre se agradecen.

Sucedió, pues, que una noche a Albinus se le ocurrió una idea maravillosa. Cierto que no era completamente suya, pues se la había sugerido la lectura de una frase de Conrad (no el famoso novelista polaco, sino Udo Conrad, el que escribió las Memorias de un hombre desmemoriado y aquello otro sobre el viejo prestidigitador que se hizo desaparecer a sí mismo en su función de despedida). En cualquier caso, Albinus la hizo suya por el hecho de disfrutarla, de jugar con ella, de dejar que se desarrollara dentro de él..., que eso es lo que legitima cualquier propiedad en la libre ciudad del espíritu. Como crítico de arte y experto en pintura que era, a menudo se había divertido atribuyendo a tal o cual maestro los paisajes y rostros que encontraba en la vida real: hasta convertir su existencia en una espléndida galería de arte..., llena de deliciosas falsificaciones. Y entonces, una noche en la que estaba dando un descanso a su erudito espíritu y escribiendo un pequeño ensayo sobre el arte del cine (no demasiado brillante, porque no tenía especiales dotes para ello), la idea maravillosa se le ofreció.

Tenía que ver con los dibujos animados en color, que por entonces comenzaban a aparecer. šQué fascinante sería -pensó- si se pudiera emplear el mismo método para conseguir que algún cuadro famoso, preferiblemente de la escuela holandesa, apareciera perfectamente reproducido en la pantalla con vivos colores, para cobrar vida de pronto..., desarrollando gráficamente movimientos y gestos en completa armonía con su representación estática en el cuadro! Una taberna, pongamos, con unos pocos parroquianos bebiendo animadamente en mesas de madera, y un patio soleado que se vislumbra, donde aguardan caballos ensillados..., y hete aquí que todo adquiere vida, con el hombrecillo vestido de rojo que deja en la mesa su jarra de cerveza, la muchacha con la bandeja que se zafa de uno de los clientes, una gallina que se pone a picotear en el umbral... La cosa podría seguir haciendo que los personajes se fueran para pasar luego por un paisaje del mismo pintor; quizá con un cielo pardo y un canal helado, y gente deslizándose por las curvas sugeridas por la pintura con los pintorescos patines que se empleaban entonces; o tal vez con un camino húmedo y envuelto en la niebla por el que cabalgan un par de jinetes..., para volver finalmente a la misma taberna y restaurar poco a poco las figuras y la luz en el mismo orden, inmovilizándolas, por así decir, hasta acabar recomponiendo íntegramente el cuadro original. Podría probarse luego con los italianos: el cono azul de una montaña a lo lejos, un sendero blanco que asciende dando vueltas por la ladera, pequeñas figuras de peregrinos que suben por él... Y quizá también con pinturas de género religioso, aunque sólo con aquellas en las que aparecen también personajes en miniatura. Cierto que el dibujante no sólo tendría que poseer un conocimiento exhaustivo del pintor y de su época: se requeriría mucho talento, además, para evitar el contraste entre los movimientos producidos y los representados por el antiguo maestro: tendría que elaborarlos a partir de la propia pintura... Pero sí, šse podría hacer! Y en cuanto a los colores..., habría de emplear gamas mucho más matizadas que las de los dibujos animados. šQué maravillosa historia podría narrarseš la historia de la visión de un artista, el feliz maridaje del ojo y el pincel, y un mundo concebido al estilo de aquel pintor y plasmado con los matices que él mismo encontró.

Seducción por hacer cine

Sucedió que, algún tiempo después, pudo hablar de todo esto con un productor de cine, pero el hombre no mostró el menor entusiasmo: dijo que se requeriría un trabajo muy delicado, que precisaría, además, nuevas mejoras en el método de animación, y que costaría un montón de dinero. Afirmó también que, debido a su laborioso proceso de diseño, no podría razonablemente durar más que unos minutos; y que, aun así, aburriría mortalmente a la mayoría de los espectadores, que se sentirían decepcionados.

Más tarde Albinus comentó su proyecto con otro cineasta, que también lo rechazó.

-Podríamos empezar por algo sencillo -sugirió Albinus-: una vidriera emplomada que cobra vida, motivos heráldicos en movimiento, las figuras de un par de santos...

-Me temo que no es buena idea -respondió el otro-. Y no podemos arriesgarnos a producir películas por puro capricho.

risa en la oscuridad Pero Albinus aún seguía encariñado con su idea. Alguien le habló de una persona muy inteligente, Axel Rex, que tenía una mano extraordinaria para estas locuras: había dibujado un cuento de hadas persa que había encantado a los intelectuales de París... y arruinado a quien había financiado la realización del proyecto. Albinus trató de entrevistarse con él, pero se enteró de que acababa de regresar a Estados Unidos, donde trabajaba ahora dibujando tiras cómicas para una revista ilustrada. Aun así, se las arregló para ponerse en contacto con el tal Rex, que pareció mostrarse interesado.

Cierto día de marzo, Albinus recibió una larga carta del dibujante, pero su llegada coincidió con un súbita crisis en la vida privada -muy privada- de Albinus, por lo que aquella hermosa idea, que de no ser por eso todavía estaría muy presente en su espíritu y tal vez habría encontrado un lugar donde adherirse y florecer, en apenas una semana se había apagado y marchitado extrañamente.

Rex le decía que era inútil seguir tratando de convencer a la gente de Hollywood, pero a renglón seguido le sugería con todo descaro que, puesto que Albinus tenía medios de fortuna debería financiar personalmente su proyecto: en cuyo caso él, Rex, estaría dispuesto a aceptar esos honorarios (una suma mareante), pagaderos la mitad por anticipado, por dibujar un filme sobre Breughel -los Proverbios, por ejemplo-, o cualquier otra cosa que deseara ver convertida en dibujos animados.

-Si yo estuviera en tu lugar -le dijo a Albinus su cuñado Paul, un hombre afable que lucía siempre en el bolsillo de la pechera de su chaqueta los clips de dos lápices y dos estilográficas-, me arriesgaría. Las películas ordinarias cuestan más..., me refiero a todas esas películas de guerra, con edificios que se desmoronan.

-Sí, pero luego recuperas con ellas todo el dinero invertido, y no sería así en mi caso.

-Me parece recordar -insistió Paul, dando una larga chupada a su cigarro (estaban acabando de cenar)- que tú ya te proponías sacrificar una suma importante..., no mucho menos que los honorarios que él te pide ahora. Bueno..., Ƒqué ocurre? No pareces tan entusiasmado como lo estabas hace sólo unos días... No estarás renunciando a tu idea, Ƒeh?

-La verdad..., no lo sé. Es el aspecto práctico lo que me preocupa; por lo demás, la idea me seduce aún.

-ƑDe qué idea habláis? -preguntó Elisabeth.

Era su costumbre..., preguntar sobre cosas que ya habían sido largamente discutidas en su presencia. Se debía a un extraño nerviosismo por su parte, no a cerrazón o a una falta de atención; y las más de las veces, cuando aún estaba formulando su pregunta y deslizándose sin remedio por la frase, se daba cuenta ella misma de que conocía perfectamente la respuesta. Su marido era consciente de esta pequeña manía suya y nunca se enfadaba; al contrario, lo enternecía y le divertía. Solía seguir la conversación sin alterarse, sabiendo (y esperando, más bien) que ella ya habría encontrado la respuesta a su propia pregunta. Pero en aquel particular día de marzo Albinus estaba en semejante estado de irritación, confusión e infelicidad, que sus nervios cedieron de pronto.

-ƑAcabas de caer de la luna? -le preguntó con aspereza, y su mujer se miró las uñas y respondió en tono apaciguador:

-Ah, sí..., ahora recuerdo.

Luego, volviéndose a la pequeña Irma, de ocho años, que devoraba ávidamente un plato de crema de chocolate, le gritó:

-Más despacio, querida, por favor..., más despacio.

-En mi opinión -comenzó Paul, dando una nueva chupada a su cigarro-, todo lo nuevo...

Albinus, dominado por una serie de extrañas emociones, pensó: ''ƑQué demonios me importan ese tal Rex, esta conversación idiota, esta crema de chocolate...? Me estoy volviendo loco y nadie se da cuenta. No puedo evitarlo..., es inútil que lo intente..., y mañana iré allí de nuevo y me sentaré como un imbécil en esa ocuridad... Increíble.''

Ciertamente era increíble..., máxime porque en sus nueve años de vida matrimonial se había dominado siempre, y nunca, nunca había...

''En realidad'', pensó, ''debería explicárselo a Elisabeth; o irme con ella algún tiempo; o ir a ver a un psicoanalista; o, si no...''

No, no puedes echar mano de una pistola y pegarle un tiro a una chica a la que ni siquiera conoces, simplemente porque te atrae.