* Carlos Bonfil *

Pasión

En años recientes, el realizador italiano Bernardo Bertolucci (El último tango en París, El último emperador) ha ambientado de modo insistente su género predilecto, el melodrama, en regiones eminentemente fotogénicas, el Sahara marroquí, en Refugio para el amor (The sheltering sky), o la Toscana, en Belleza robada (Stealing beauty). En estas, y en muchas cintas anteriores, su cómplice absoluto fue el camarógrafo Vittorio Storaro, quien imprimió al trabajo del cineasta un glamour y una sensualidad que pronto naufragaron en el artificio de la propaganda turística involuntaria o la tarjeta postal para estetas europeos hambrientos de exotismo.

En su decimoséptimo largometraje, Pasión (Besieged/El asedio, 1998), el camarógrafo es distinto, Fabio Chiancetti, pero los artificios de la realización permanecen, con una salvedad: al glamour decadente lo acompaña hoy una muy azarosa conciencia social: la mirada llena de conmiseración y culpa colonial del europeo que se asoma hoy a la desolación africana. El lugar es Kenia. Un maestro rural es apresado por su oposición al nuevo régimen autoritario. Su esposa, Shandurai (Thandie Newton) mira impotente el arresto. Un cantor popular narra en las calles gestas heroicas y frustraciones colectivas, mientras la mujer arranca de los muros los carteles que elogian al dictador en turno.

Todo lo anterior es un recuerdo, o una pesadilla, que asedia a Shandurai en la apacible villa romana donde súbitamente la descubrimos como asistenta de limpieza de un compositor incomprendido, Jason Kinsky (David Thewlis). Lo que sigue narrativamente es tan predecible, que no tiene caso siquiera vender la trama. El trabajo de montaje (Jacopo Quadri) se encarga de recordar incansablemente la oposición mundo civilizado/barbarie exótica, desde la música hasta el juego de imágenes, suntuosas en la villa romana, de violencia cruda en los páramos africanos. Música africana, de Salif Keita o Papa Wemba; repertorio de Mozart, Bach, Scriabin y Grieg para los recorridos sensuales de la cámara por las estancias espaciosas de la residencia en Roma.

Entre los protagonistas surge lo que Bertolucci detalla siempre con mayor delectación, una pasión irrefrenable y callada, con la impronta de la transgresión, y los contrastes obligados (abismo generacional en El último tango en París; diferencias culturales y étnicas en esta cinta). Y finalmente, con el dilema entre la pasión y el deber, entre individualismo y compromiso político, y un final abierto, la mejor secuencia de la cinta.

Desde las primeras escenas lo que mayormente estorba en la película es el tono retórico. Las sugerencias a la realidad política africana son burdas y esquemáticas, concebibles apenas en el cine de los años setenta; aquí representan justamente el tono de voyeurismo politizado que el propio Bertolucci rechazó en su juventud, y que tanto podía fascinar a Claude Lelouch o a Bertrand Tavernier, por ejemplo. Estorba también el procedimiento obsesivo, mecánico, de expresar la temporalidad y sus variantes por medio del montaje y la fotografía (cámara lenta, imágenes congeladas, ángulos caprichosos), aunque cabe señalar como momentos afortunados la transición temporal que marca la espuma de una cerveza convertida en la espuma del jabón con que Shandurai limpia un piso de azulejos, ese mismo que la cámara captura después en una perspectiva espléndida.

Desafortunadamente, el artificio de algunas imágenes se prolonga también en la retórica de las propias emociones de los protagonistas. La patética declaración amorosa de Kinsky; los exabruptos de indignación anticolonialista de Shandurai (''šQué sabes tú de Africa!"), muy pronto desmentidos en su propio sometimiento amoroso, todo ese tono exaltado y solemne le resta densidad dramática a los personajes y los vuelve arquetipos bastante envejecidos de un cine de tesis ya en desuso.

Con una actuación por lo general muy sobria, David Thewlis (Desnudo, de Mike Leigh), es posiblemente la mejor recomendación de la cinta. Bertolucci elabora, con su guionista Clare Peploe, un sugerente análisis de la pasión amorosa a partir de un relato de James Lasdun. Su economía narrativa deja numerosos cabos sueltos (el personaje de Winston, esposo de Shandurai, apenas queda esbozado), pero esto no afecta demasiado a una cinta donde el sigilo, la simulación, el tabú y las revelaciones diferidas son a la vez instrumentos de fabulación romántica y marcas de estilo artístico.

Pasión es una película desigual, con aciertos plásticos y desaciertos discursivos, que retoma viejas indagaciones de Bertolucci sobre la pareja amorosa y el compromiso moral y político; un filme interesante que puede tener una permanencia muy corta en cartelera.