SABADO 8 DE JULIO DE 2000

 


* Javier Wimer *

Después del diluvio

El domingo 2 de julio fue un día excepcional, y lo fue, en parte, porque transcurrió con la aparente naturalidad de las metamorfosis y de las transfiguraciones.

En unas cuantas horas se develó el misterio que escondían las encuestas y se desplomaron las murallas que defendían los cuarteados pero al parecer indestructibles muros de un sistema político con vocación de eternidad. Hubo, como es natural, muestras de sorpresa, de alegría y de histeria, pero todo ocurrió con una inesperada tranquilidad.

Los mexicanos votaron y pasaron el resto de la jornada al pie del radio o del televisor pendientes de los acontecimientos pero sin que se alterara el ritmo plácido de un domingo con ribetes de civilismo lopezvelardiano.

Un día de murmullos y de comentarios en voz baja, de declaraciones pertinentes y mesuradas. Muy a tono, por cierto, con la implosión de un orden político que desaparecía del escenario sin estridencias y haciendo gestos de cortesía.

Es justo, pues, aplaudir la función y felicitar a todos sus protagonistas, y sin tratar de disminuir los méritos de campaña de Fox y de sus partidarios, señalar, todavía en temporada de fiestas, algunas opiniones sobre la naturaleza y consecuencias del proceso electoral.

El alud o avalancha de votos a favor de Fox, que levantó las otras candidaturas de sus correligionarios y hundió ciegamente otras candidaturas meritorias, revela un ánimo electoral de castigo en contra de un sistema político que había perdido legitimidad y rumbo.

La sociedad encontró en Fox un catalizador y un conducto adecuados para cobrarse viejos y nuevos agravios, para llevar a cabo un genuino ajuste de cuentas.

Fox no se cansó de echar sal en las heridas del régimen y logró convertirlo en culpable de todos los males de la historia patria, hacer olvidar las responsabilidades del PAN en la gestión de los dos últimos gobiernos y, finalmente, presentarse como el hombre capaz de renovar la vida institucional del país.

Sin embargo, el mérito mayor de su estrategia partidista y de su personal capacidad de persuasión consiste, a mi juicio, en haberse disociado de la política neoliberal sin renunciar a ella. Son muchos los miembros de las clases medias y populares, pequeños empresarios, obreros y campesinos, que se sienten representados por él y cuyos intereses no encajan con la continuidad del actual proyecto económico.

Entre el sonido y la furia de la contienda, todos los candidatos hicieron promesas y compromisos de imposible cumplimiento. Fox los hizo y tampoco podrá cumplir aquellos que sean incompatibles con su política macroeconómica. Más temprano o más tarde tendrá que elegir entre proseguir por el mismo camino de sus antecesores o tomar otro que nos permita construir un modelo más acorde con nuestras necesidades y aspiraciones.

Una de las paradojas más llamativas de la última elección es que los votantes castigaron el desviacionismo neoliberal de los últimos gobiernos en la cabeza y en el cuerpo de la corriente nacionalista del PRI, que luchó, así fuera con el estilo sordo y cortesano del antiguo régimen, en contra del neoliberalismo. Pierden de nuevo los antisalinistas como Labastida y Silva Herzog, por representar políticamente al pasado régimen, y gana, con Fox, la alta jerarquía del neoliberalismo mexicano encabezado por Salinas, Zedillo, Blanco, Ortiz y Gurría.

El origen de la contradicción consiste en que el Presidente de la República concentró su esfuerzo en la defensa transexenal del modelo económico vigente y no permitió que el candidato del PRI se apartara del discurso gubernamental. En los mejores tiempos del sistema, la transmisión del poder comenzaba por un rito de ruptura que subrayaba o inventaba las diferencias ideológicas entre el presidente saliente y el candidato oficial. Así se configuraba la idea del cambio y se anunciaba el inicio de una nueva era.

Los espíritus simples son aficionados a los milagros y a las conspiraciones. Por eso no debe extrañar la especie que atribuye el triunfo de Fox a una maquiavélica conspiración de Zedillo. Esta caricaturesca versión de los hechos descubre, de todos modos, que el Presidente de la República, como diría De Gaulle, ha perdido una batalla pero no la guerra. La ganará si consigue que el candidato de la oposición sea el ejecutor testamentario de su política económica.

Conviene agregar que el próximo gobierno tendrá un margen reducido de maniobra. Son muchos los compromisos y fuerzas que limitan la posibilidad de virajes espectaculares en materia económica. Pero ese margen, ese pequeño territorio, ese escaso tiempo, debe ser aprovechado al máximo para cambiar el modelo económico vigente, que es el responsable mayor de la miseria existente en el país. Ojalá que el impredecible pragmatismo de Fox se imponga a sus inclinaciones partidarias.