La nave fantasma

 


* Margo Glantz *

Dos óperas, en París, Norma ųde Bellinių y La nave fantasma ųde Wagnerų, la más flagrante contradicción de temperamentos, de estilos; y si soy sincera, Wagner me cansa, y me imagino que es normal, sobre todo en una ópera como la que vi ųescuchéų la de un holandés blasfemo y errante que busca una mujer eternamente fiel para escapar a su condena, y uno está sentado en un strapontin, esos asientos plegables que se inventaron en Francia y que no están hechos para sostener más que a un niño y yo he dejado de serlo, una niña, desde hace algún tiempo en este inexorable paso de los años, y a cada movimiento de la escena y cuando la orquesta toca con toda sus fuerzas esos acordes wagnerianos que tanto escándalo causaron en Europa y obligaron a los lectores de Proust a revivir las polémicas que el miserable de Wagner provocaba, yo estoy a punto de perder el equilibrio tan necesario para gozar de una historia romántica y excesiva donde se exalta como valor máximo la fidelidad, la fidelidad eterna que Wagner buscaba en todas sus óperas ųel Grial de Parsifal, el Anillo de los nibelungosų, a pesar de ser él mismo bastante infiel para decirlo de manera más o menos fina.

Y no sólo eso, sino que de repente los viejos clichés de la ópera salen a relucir y hacen removerme con cuidado en mi frágil asiento, pues la Senta del holandés, la mujer fiel que se suicida para serlo eternamente y redimir al marinero pálido y fúnebre que ella admira en un retrato, la heroína romántica es una mujer enorme, gigantesca, como las mujeres obesas estadunidenses ųy ahora los niños obesos ingleses y los niños obesos franceses y los niños obesos españoles e italianosų la obesidad, enfermedad que, como antes el comunismo, amenaza a Europa debido a los alimentos chatarra que se anuncian en la televisión mientras los niños la miran sentados muellemente, ahora que ya no hacen ejercicio y, si lo hacen, ese ejercicio está patrocinado por las compañías alimenticias que se anuncian en la pantalla chica, mientras los niños comen.

Sí, repito, la cantante es obesa; apenas puede andar y al hacerlo todo su cuerpo se bambolea, como se bambolean los muñecos de plomo, aunque de su pecho salga una voz potente y de extraordinario registro, que como por ensalmo me quita el aburrimiento, pero de inmediato caigo en la cuenta de que es imposible al mirarla que el holandés errante pueda ser redimido por ella, pues, Ƒcómo puede uno ser redimido por una mujer tan gorda? Y debo confesar que lo mismo me pasaba cuando veía la Traviata y la cantante moría de tuberculosis en los brazos de su amante, incapaz éste de sostener los altos registros que Verdi le imponía por el enorme peso que se veía obligado a cargar. Y con Norma me ocurrió lo mismo, aunque ésta que vi es magnífica y las cantantes son mujeres de hermosa voz, de hermoso cuerpo, de hermosa cara, perfectas, pero el pobre de Polione es inmenso, se bambolea cuando corre a enamorar a las vestales, y parece una fatalidad que los cantantes sean bellos y delgados y de voz maravillosa y las mujeres gordas también de voz maravillosa o viceversa. Pero estoy cayendo en la frivolidad, esa frivolidad tan a la moda que es anoréxica y se opone a toda obesidad.

Y no sólo he ido a la ópera, he ido al cine con asiduidad digna de mejores causas, pues ahora en París hay un festival de cine y uno paga una tarifa completa a la primera función, 49 francos, es decir, casi 80 pesos, y a partir de entonces y enseñando el boleto anterior solo 10 francos en cualquier cine; se trata, claro, de una oportunidad que uno no puede perderse, sobre todo porque París, a diferencia de otras capitales antes paradisiacas (Nueva York, Londres) sigue siendo la capital del cine y uno puede ver todas las películas que se quiera, desde las de Jean Renoir, Hitchcock, Scorsese, Truffaut, Godard y Oshima. Y entonces decidí conmemorar la semana del cine viendo tres películas al hilo; empecé con una española de Benito Zambrano, Solas; seguí con la última de Oshima, Tabú, y terminé con El Instituto Benjamenta de los hermanos Quay, ingleses. Un poco de confusión mental y un gran cansancio y, con todo, una maravilla de la globalización que no se encuentra muy a menudo, porque la verdadera globalización consiste en distribuir sólo los filmes de Hollywood que se han apoderado de todo el mercado mundial y todas las pantallas de los principales cines y de cualquier barrio en cualquier parte del mundo, por lo que uno se enloquece cuando le ofrecen cine a buenos precios y en las mismas salas que lo exhibían cuando uno era estudiante en París, apenas terminada la guerra, en los años cincuenta y cuando la ciudad luz, como decía en mi artículo anterior, era todavía más parecida al París que fotografió Brassai y al París en que vivió Jean Renoir, de quien vi también algunas películas, muy clásicas como La gran ilusión o Las reglas del juego, y otras que había olvidado como El crimen del señor Lange ųšgenial!ų y El doctor Cordelier, con Barrault, en un doble papel en una versión renoiriana del doctor Jeckyll y Mister Hyde. (Una sugerencia al margen, šojalá que en nuestra cineteca, tan buena en general, se organicen festivales de cine clásico).

Y hablando de fotografía ųy para terminar este artículo disperso e indigestoų menciono una de las múltiples exposiciones que he visto en este último periplo, la del brasileño Sebastião Salgado intitulada Exodos, donde poblaciones enteras emigran de país en país, de región en región y donde casi todos los niños sonríen. La flagrante constatación de que las personas son desechables y de que se ha acabado el espacio para los desechos, aunque éstos a veces se utilicen para componer instalaciones como las de Tony Craig en la Nueva Galería Tate de Londres, quien tiene a su disposición para exhibirlo una enorme y luminosa sala.