LUNES 3 DE JULIO DE 2000
* Hermann Bellinghausen *
Los números y el agua
El murmullo entre la enramada sale como chapaleo en el río. Las voces, sobre todo de las mujeres, salpican la hora con su brillante melodía, opacada por el croar, el cuá cuá y los grillos.
En la enramada, rodeados de fogatas, ellos y ellas conversan colectivamente preparándose para escuchar. Lo mejor de la vida no sucede cuando se habla, sino cuando se escucha.
Los últimos en llegar descienden la última colina y todavía se detienen a saludar a otros viandantes, como si no les corriera prisa.
La reunión no obedece a nada en particular, y más bien se trata de todo en general. Cada punto de vista es lo más importante mientras es dicho, lo mismo en la conversación que en la ceremonia.
Brambila, tan alto y flaco, casi viejo, corre la cortina de ramas para avanzar imperioso con los suyos al centro del platicadero y se les acoge como un "tercera llamada: comenzamos".
En silencio súbito, el centenar de personas parece dispersarse pero en realidad forman un círculo, tan ancho como la enramada, que tiene su cuarta pared en un recodo del río.
Aunque llegaron en grupos y varios son amigos, al formar el círculo procuran colocarse entre desconocidos y desconocidas, van a jugar a decirse los números,que es un juego que sólo a ellos y ellas se les ocurre.
No bien empiezan, Benjamín se les desprende, no habla pero todos entienden, desamarra su barca, ayuda a Dalia a subir y la sienta caballerosamente sobre el montón de redes. Ven, te invito a pescar, déjalos que jueguen a los números, le había dicho durante la conversación que precedió la formación del círculo.
Te invito a escuchar el silencio conmigo. Aunque de momento Dalia no había asentido, lo primero que hace al romper filas Benjamín es seguirlo.
Brambila carraspea, almidonado del carácter como es, pero el resto del círculo no muestra sino gesticulaciones cómplices o afectada indiferencia a los que parten. Se arremolinan con prontitud frente a la barca los niños, que no participan en los círculos ni los juegos, pero han de acompañar a sus padres en días como estos. Las gentes del círculo inician, vehementes, el juego de escucharse. Los otros dos se embarcan, allá ellos, y a otra cosa.
"Traes mojarra", piden los chicos a Benjamín. "šMojarra, mojarra!", repiten golosos. Y Benjamín, soltando el lazo del tronco orillero, dice: "ya veremos".
Ahora las voces de la reunión se tornan aisladas, en alto y sucesivamente, siguiendo un orden. Hace calor, pero están acostumbrados.
En la corriente el aire refresca. Dalia, seria pero entretenida, ocupa cual trono las redes amontonadas y Benjamín se apalanca en el timón al impulsarse con el pie en el borde del muelle. En el arcón de la herramienta, fuera del alcance de la vista, trae su guitarra. Que se me hace que no tiene intención siquiera de ponerse a pescar mojarra.
Dalia traía su número guardado bajo la manga, como el resto, pero a mitad del río lo hace bolita, lo tira por la borda y allá lo ve quedar entre los rulos blancos de las aguas agitadas por la lancha, que se lo tragan.
Navegar la tarde, querer mojarra. Aunque Brambila se irrite, el juego de los números no es todo lo que hay.