LUNES 26 DE JUNIO DE 2000

 


* Herman Bellinghausen *

A sacudir

Los años juntan ese denso, insidioso y ligero guante gris que se reúne por encima de todas las cosas. En seca conspiración con los elementos fuego, viento y tierra, recoge los desechos y los deshechos de las cosas, los seres y los acontecimientos.

Le gustan para su reunión los libros, los rincones y la parte de atrás de los espejos, donde en colaboración con la araña teje columpios y girones al cobijo de la pared, colgado del alambre, oculto.

Con alegre movimiento de cadenas se lo sacuden cada tanto las cortinas, los manteles, los tapetes y las colchas. Pero los libros, que sólo existen para ser abiertos, se aburren de lo lindo bajo su peso. Hay pocos libros afortunados que de mover las páginas no se cansan, y manos que los sacudan, resoplidos, ojos capaces de limpiar una por una todas las letras allí impresas.

Como si fuera artista, le gusta hacer su trabajo sin que lo interrumpan. Su pavor a las aspiradoras no quita que su guerra principal sea contra los plumeros y contra el agua, enemiga de tantas cosas pero amiga de la vida. Es conservador, tradicionalista, institucional, casi diría que inmovilista. Se acomoda muy bien sobre los muertos.

Finísimo, capaz de fingirse invisible, ocupa el último peldaño de la materia, el más estéril y deleznable, nunca limpio, siendo por el contrario una de las condiciones de la suciedad. Su trabajo es discreto, no obstante; evita oler, moverse o manchar, no atrae carroñeros gusanos ni insectos. Casi incorpóreo, existe más allá de ellos.

Escucha todo pero se lo calla. Su termómetro siempre sabe qué está pasando. Mansito como parece, es corrosivo y avejenta lo que toca. Provoca estornudos, tos, lagrimeo.

Las sacudidas siempre lo agarran desprevenido, y de inmediato se pone a temblar. Es uno de esos vampiros horrorizados cuando se abren las ventanas. Prefiere los plazos largos, los años, los sexenios, las décadas, y su pretensión es durar por los siglos, más tarde o temprano se le mueve el piso y lo disipa el viento.

Propensas a las súbitas transformaciones, las cosas que uno deja por días sobre las mesas y los estantes hacen su concha y adoptan forma de gárgola gracias al concurso ya quedó dicho que insidioso del cochino polvo.

Es a la historia lo que el confeti a los desfiles que cantan victoria: papel pulverizado y a merced de las escobas.

Con los años engorda, pierde agilidad, y el menor movimiento lo hace hisopo o rollo y lo arroja por el barandal. Esa es la que se llama estampida del polvo.

("La ciudad del homo faber, pensó Amerigo, corre siempre el riesgo de tomar sus instituciones por el fuego secreto sin el cual las ciudades no se fundan ni las ruedas de las máquinas se ponen en movimiento, y al defender las instituciones, sin darse cuenta, pueden dejar apagar el fuego". Italo Calvino: La jornada de un interventor electoral, 1963).

La Adela del cuento toma en sus manos la movilización generalizada de muebles, cubetas y trapeadores, abre de par en par ventanas y puertas, se arremanga con el aguerrido gesto de las sirvientas que ponen manos a la obra.

Adela descuelga el espejo, le quita las hileras de polvo, le sacude a la pared su fantasma y sobre la carátula del cristal pasa un trapo húmedo que huele a pino y devuelve el brillo a la luz.

Pero para que salga Adela hay que abrir el libro del cuento, sacarlo a orear y vencer la pesada antigüedad del tiempo.