DOMINGO 25 DE JUNIO DE 2000
* Carlos Bonfil *
Amores perros
Un título llamativo, un premio en el festival de Cannes, un reparto atractivo, una campaña publicitaria eficaz. Amores perros, primer largometraje de Alejandro González Iñárritu, no escatima nada en su estrategia de lanzamiento. El rumor que promueve el morbo, el comentario de boca en boca, se encargarán ventajosamente del resto. La operación es similar a la que infló desmesuradamente el impacto de Todo el poder (de la misma productora Altavista Films), sólo que en el caso de Iñárritu la pátina de modernidad en la estructura del relato, el vértigo de una acción en deuda con el neo- thriller a lo Tarantino (Tiempos violentos), y los tonos deslavados, crudos, de una fotografía efectista, realzan para muchos el atractivo de la cinta, alejándola del costumbrismo complaciente y plano de buena parte de nuestro cine, de los ampulosos letargos narrativos de La otra conquista y Ave María, por ejemplo.
Tres tristes perros: tres figuras masculinas que son constancia de frustración (Gael García Bernal, Alvaro Guerrero, Emilio Echevarría) y de una vaga aspiración a la tranquilidad y a la pureza (la frontera, horizonte de prosperidad; la dicha en el hogar alterno; y la recuperación tardía del afecto filial). Tres relatos entrelazados, con saltos temporales en cada uno que anticipan o recuerdan situaciones de las otras dos historias. Este procedimiento narrativo, que pudiera parecer un artificio de modernidad, en realidad relaciona con mayor fuerza a los tres protagonistas masculinos y sus experiencias de desencanto. Vidas cruzadas en la ciudad de México que marcan un recorrido que va de lo lumpen a rabiar, con su metáfora muy obvia de los perros entrenados en y para el salvajismo, pero que conservan la pureza en la mirada (el perro Cofy), al mundo yuppie de la segunda historia, donde un departamento de lujo se vuelve nido de ratas, al tiempo que una bella modelo española Valeria (Goya Toledo) se transforma en minusválida con una pierna amputada (una referencia a Crash, otra a Tristana). Esta historia, la más sosegada y morosa de las tres, resulta sin embargo la más enigmática, con su absurda anécdota del perro faldero Ricci atrapado bajo las duelas del piso y su clima de descomposición progresiva, como una enfermedad incurable o la irrefrenable degradación de la apariencia física, el valor más apreciado en el mundo de la publicidad al que se alude continuamente ųese mismo mundo en el que anteriormente ha trabajado el director de la cinta. El episodio final muestra las dotes humorísticas de Guillermo Arriaga, guionista de Un dulce olor a muerte también, con la escena del celular expulsado por la ventanilla de un auto y los comentarios mordaces de El Chivo (Echevarría) frente a los dos personajes fraticidas (Rodrigo Murray, Jorge Salinas).
Lo que finalmente distingue a Amores perros de los productos de mercadotecnia audiovisual con los que hoy se identifica el cine mexicano joven es su capacidad de extraer de estereotipos muy gastados emotividad y registros dramáticos fuertes. Algo también presente en Lolo o en Hasta morir, películas muy meritorias que no dispusieron en su momento de una promoción adecuada. La referencia en la cinta de Iñátrritu a directores extranjeros, de Kiesloswski a Tarantino a Tsai Ming Liang, no es sólo un recurso fácil, sino la manera de volver interesante, entendible y atractivo para espectadores de distintos niveles sociales, y de exigencias crecientes, un cine nacional durante décadas encerrado en el autoconsumo satisfecho. Siempre será más estimulante un director joven que busque su expresión propia a través de modelos brillantes, que aquel que considere haberla encontrado en la emulación de algún cineasta nacional rutinario.
Amores perros es una película ágil, sensible, capaz de transformar su supuesto gusto por la violencia (peleas caninas, espectáculo gore, abuso machista), en una afinada observación de las emociones humanas. No hay aquí visiones optimistas del amor conyugal, en cambio sí un elogio de la lealtad afectiva (El Chivo) y de la solidaridad de Daniel con su amante discapacitada. El cine de Iñárritu tiene semejanzas notables con el de Arturo Ripstein, con Principio y fin, con Mentiras piadosas, pero a diferencia de aquel cineasta, hay aquí un buen contacto con el público, atribuible en parte a la calidez que exhiben los personajes, a la generosidad y vitalidad artística del director, y a un punto de vista sólido. Estas cualidades matizan el tremendismo de algunas escenas y le confieren a la cinta su mejor sentido, mucho más abierto, de modo alguno acabado: el de un auténtico work in progress que es, al mismo tiempo, el arranque prometedor de un buen cineasta.