Juan Arturo Brennan
šLombana está loco!
Fuentes bien informadas (como siempre) me dijeron que en el estreno del reciente Trovador, en Bellas Artes, el director de escena Luis Miguel Lombana se llevó una sonora e indignada rechifla. No estuve allí para atestiguarlo pero, dadas las circunstancias, no dudo que así haya sucedido, como tampoco me extraña tal reacción a sabiendas de que el público de las noches de estreno suele estar formado por los sectores más conservadores (reaccionarios, podría decirse sin empacho) de la comunidad operópata.
Asistí, en cambio, a la tercera función de esta ópera de Giuseppe Verdi, que musicalmente resultó en general satisfactoria para calibrar, entre otras cosas, el grado de culpabilidad o inocencia del director escénico. ƑDe qué acusaban a Lombana con tan desaforado griterío y escándalo? Básicamente de despojar a un ''clásico imperecedero" de sus rústicos ropajes habituales, para trasladarlo a otro tiempo, a otro espacio, a otra concepción dramática, a otra visión teatral. Y aquí la palabra ''ropajes" tiene doble intención, realista y metafórica. La sustitución de las calzas, jubones y espadas del drama original de García Gutiérrez por botas, uniformes camuflados y cuernos de chivo es en este caso más que un simple gesto iconoclasta, más que una simple travesura para provocar la rabia del ala decimonónica de la galería.
Hay en la traslación teatral de Lombana suficientes razones, motivos y detonadores dramáticos como para hacer un análisis más profundo de su muy personal Trovador. Baste señalar aquí algunas de las líneas de conducta más llamativas de su controvertida puesta en escena.
Destaca desde luego el hecho de que los miembros del colectivo humano aquí retratado (protagonistas y comparsas) han dejado de ser las estatuas musicales que usualmente deambulan sobre el escenario esperando que por vía de la mágica batuta del director concertador lleguen a ellos el amor, la traición, la venganza y la revelación. Estos guerrilleros y paramilitares de Lombana tienen oficio y beneficio, están insertados de manera práctica (para bien o para mal) en la sociedad de la que forman parte; tienen chamba, pues, y objetivos concretos. Este solo dato le da al Trovador de Lombana una nueva e inesperada posibilidad de lectura y permite que esta cuasipetrificada ópera adquiera una inmediatez que nunca ha tenido.
Otro dato importante de esta propuesta escénica está en la caracterización de Azucena (muy bien lograda por Bárbara Dever) y en la forma de presentar y explicar sus motivos. Ahí donde casi todas las Azucenas suelen ser gitanas dementes, hiperactivas y gesticuladoras, la de Dever-Lombana es oscura y atormentada, un catalizador dramático más potente y duradero que el de la simple sobreactuación. Esta Azucena, así interpretada, se antoja más como materia del diván sicoterapéutico que como carne de la pira flamígera.
Y de modo muy orgánico, Lombana transita de la gitana individual a la gitanería colectiva para hacer una declaración muy poderosa, que quizá pasó desapercibida para muchos. Si Lombana escribe que sus gitanos ''ya no caben en el formato del pandero y las castañuelas", sobre las tablas va más allá de la mera afirmación, y se las arregla para recordarnos con claridad el añejo y doloroso asunto del exilio, persecución, hostigamiento y discriminación que el pueblo gitano sufre desde siempre. Algunos no lo vieron, otros no lo quisieron ver. Si entre estos últimos hubo quienes extrañaron la alegre y bulliciosa gitanería de costumbre, me permito recordarles que hace unas semanas ocurrieron en la península ibérica varios episodios vergonzosos de oscurantismo antigitano.
Ahí está, en pleno 2000, un trozo de esa España medieval que tanto añoran los que chillaron, chiflaron y abuchearon la noche del estreno. Respecto de su personal visión del Trovador de Verdi, Lombana ha dicho que la neutralidad ya no es opción, que hay que tomar partido y actuar con convicción. Eso es lo que hizo al sacar esta ópera de los castillos y los conventos para traerla a las trincheras y los hospitales de campaña; y aunque parezca contradictorio ha logrado sugerentes momentos teatrales en los que el maniqueísmo usual de la dramaturgia operística se diluye hacia personajes y situaciones más complejos, que cambian su clásica postura unidimensional para adquirir otras facetas, otros pliegues, otras asperezas.
Sin duda, se necesita estar un poco loco para atreverse a retar de esta manera las aspiraciones operísticas de un público que tiende al inmovilismo. Esa dosis de locura (y temeridad) es indispensable para desentumir un poco el anquilosado esqueleto de la ópera tradicional. En esta ocasión, Lombana es declarado venturosamente culpable de poseerla.