JUEVES 22 DE JUNIO DE 2000

 


* Olga Harmony *

Siete puertas

La cascada de estrenos, que me obligó a seguir en mis artículos el mismo orden en que asistí a ellos, me hizo postergar esta nota a dos semanas de la primera representación de Siete puertas, a pesar de las expectativas que produjo en el medio teatral. Si un estreno de Luis de Tavira siempre es un suceso importante, el de esta versión libre de una obra de Botho Strauss (autor por el que De Tavira tiene singular predilección y del que ya nos ha dado a conocer otros textos) resulta relevante porque por primera vez abre al público el espacio de San Cayetano. El controvertido experimento de formar, no a nuevos actores, sino a un nuevo tipo de actor bajo estrictas reglas de semi-reclusión en las instalaciones de lo que fuera un convento, propicia toda clase de dudas y comentarios. Es sabido que muchos miembros de lo que fuera Casa de Teatro se han negado a participar del proyecto y que otros teatristas se han acercado a éste atraídos por la utopía de la vida comunitaria. Entendemos que se pretende formar una compañía con los que ahora son estudiantes y buscar nuevas formas de producción, aunque ignoremos todavía cuáles sean. Estamos ante algo nuevo y nos queda esperar a ver los resultados.

Poco a poco se nos dan a conocer. Ya se puede presenciar el buen desempeño de un grupo de San Cayetano en El vano afán del amor, dirigida por José Caballero. Ahora, otro grupo de estudiantes se enfrenta a un reto mayor, porque entraña mucha dificultad trabajar textos minúsculos sin antecedentes del personaje y casi sin progresión dramática, en este montaje que dirige el ideólogo del experimento. Y como interés adicional para muchos, estaba el de ver una escenificación de Luis de Tavira sin los grandes recursos de producción institucionales y en un teatro de menor formato, sobre todo después de su discutido Felipe Angeles. El INBA prestó algunos páneles de su bodega y el escenógrafo Philippe Amand los recicló para ofrecer otra de sus escenografías giratorias y móviles, con las siete puertas que se desplazan en paredes que se alinean según sea el espacio que se requiera para cada una de las nueve historias que se nos narran: director y escenógrafo dieron un mentís a sus críticos, que piensan que sólo pueden hacer teatro con grandes apoyos.

Los textos de Botho Strauss, en esta versión libre del propio De Tavira y de la actriz Stefanie Weiss, ofrecen el enigma de toda puerta cerrada que de pronto se abre a un interior igualmente enigmático. Tras cada suceso en apariencia cotidiano ųhay excepciones, como El suicida y la nadaų existe una realidad muy inquietante subrayada por el director. Comprar un automóvil puede ser cosa de mafiosos o recibir un paquete ser parte de una intriga subversiva, lo mismo que el peligro que acecha a la guardacoches se convierte en alguna monstruosidad que no nos es revelada. El mal parece acechar tras cada puerta (''Aquí no es limbo, aquí no es un pequeño infierno, aquí, el diablo no está atrapado en la metáfora fallida, aquí..." dice el telón primero que envuelve una figura de mujer y que se repite en la camiseta de una de las actrices), aunque lo que se nos ofrece es el desencuentro y la desesperanza.

De Tavira hace que sus actores canten en latín y alemán y que sus actrices sostengan una coreografía con sillas de secretarias entre una y otra de las pequeñas obras, en los cambios de escenografía, apoyado por la coreógrafa Karina Jiménez y el músico Alberto Rosas, juega con proyecciones y video de Julián de Tavira y logra, mediante estos recursos, que los cambios escenográficos se conviertan también en una especie de coreografía. Sus recursos son siempre interesantes, imaginativos y de gran belleza visual. En este sentido destaca el episodio El suicida y la nada, con esos dos cuerpos desnudos y blanqueados sobre lo que pueden ser paquetes atados desprovistos de sentido.

No todos los textos gustan por igual y algunos se alargan demasiado, como El ángel de la guardia. Causa sorpresa que algún actor esté excelente en un episodio y se advierta inseguro en otro. Son todos estudiantes, excepto Antonio Zúñiga, el actor juarense que toma un curso de perfeccionamiento y por ello me parece más justo no dar sus nombres, a la espera de que sean profesionales. A cambio, quisiera destacar los momentos que me parecieron más completos, como el de La boda, en que las actuaciones realistas contrastan con cierto absurdo de la situación, o El dueño del edificio, en que también se contrastan la desaforada rabia, de marcaciones muy obvias, del presidente de la junta directiva con la muy tímida de la inquilina, quien por otra parte, dice un texto absurdo. El brío y la disciplina de todo el equipo es advertible, la sucesión de cambios ųen vestuario de Sergio Ruizų muy exacta. Vale mucho la pena seguir el experimento que ahora se puede ver en el pequeño teatro instalado en lo que fuera el molino de San Cayetano.