LUNES 19 DE JUNIO DE 2000

 


* Hermann Bellinghausen *

Donde le zumba el mango

No esperábamos encontrar tanta luz prendida en el santuario. Brasas vivas, día y noche, aparte del mundo y en presencia de nadie. Mira que el sitio es recóndito y de escarpado acceso. El último tramo del trayecto se hace ya sin bestias. Si acaso los perros, que escalan atrás de uno. Cuando trepas lo suficiente la otra cara del farallón, el canto de los pájaros se oye mucho mejor.

Al llegar al pie del farallón, lo primero que pensamos fue: eso no lo sube nadie. Pero que había modo, dijeron los arrieros, desmontaron, amarraron los animales en una parte con agua y pastizal y dijeron: ahora vamos a caminar.

Yo todavía no me reponía de la impresión. La altura de esa mole de roca cóncava que brotaba en medio de la interminable espesura vegetal era como un grito de la tierra. Sus grandes manchas negras hacían parecer a la roca casi blanca una extensa piel de vaca.

Los científicos de la expedición tragaron saliva ante la perspectiva de caminar, pero no había de otra. Al principio algunos propusieron: Ƒy si nos quedamos aquí a esperarlos? Sin éxito; nadie se animó a perderse la experiencia. A qué si no habían venido al poco estudiado santuario del farallón. Así que ni pedo, a cargar las chanclas y las mochilas para rodear el problema y emprenderlo por la otra cara, que es una ladera con bosque. Bosque bajo, conforme te aproximas a la cima se desvanece en la roca pelona.

Qué fuerte se oye el viento desde ahí. A los que traíamos gorras o sombreros nos los voló. Yo al menos recuperé el mío, atorado de chiripa en una saliente. Porosa, la calva del farallón era inusitadamente páramo en la cúspide de todo aquel verdor que nos rodeaba como un mar. Seguimos subiendo hasta que abruptamente se quebró la roca en un plano que cobijaba un bosque, semicueva oculta en una como muesca, en la otra cara, exacta, del farallón.

De inmediato las vimos. Las nubes de mariposas rojas engalanaban el follaje. De hojas, por cierto, muy extrañas. Vi que los botánicos se concentraban, entusiasmados, en este aspecto.

Habíamos llegado; ahora, a trabajar. Bueno, los científicos, que no querían perder el tiempo abrieron sus equipos, sacaron las jaulitas, el estuche de pinza y bisturí, los cuentagotas, los reactivos y el localizador satelital.

A lo mejor todo ahí era interesante, pero las mariposas rojas eran las que hacían valer el sofoco. Has de cuenta lámparas. También en la noche, según logramos corroborar posteriormente. Nunca antes vi una así, ni en los libros fotográficos a color en gran formato que se dedican a dichos temas, ni en el National Geographic. Además de su escarlata escandaloso, eran, cómo decirlo, de ala espesa. No que tuvieran pelos, sino cierto grosor. Para aguantar esos aires tremendos, supuse, tratando de sacarle algún provecho a mi sentido común. Mariposas, al fin, que han de nacer aquí, irse y retornar en un año, a poner. Para no ser arrebatadas como nuestros sombreros necesitan de alas recias, a las que lo coqueto de su rojo no les quite resistencia al ventarrón que sólo aguanta la envergadura de zopilotes, águilas y gavilanes.

Los entomólogos, manoseándose los lentes, se clavaron en una deliberación sobre la clase de músculos que podían tener aquellos especímenes, y me acuerdo que dije, ah caray, no sabía que las mariposas tuvieran músculos, y todos me dedicaron la mirada que ameritan los de plano tarados. Chin, perdón.

Al cabo que no iba a nada. Como siempre, la pinche, gratuita curiosidad, que por ver, incluso paga. Este viaje salía gratis, y cuando uno anda en ese plan, todo es ganando. El paseo, la experiencia, the thrill, ya ves.

Como mucho ayuda el que no estorba, dejé en paz a los científicos y fui a darme una vuelta, como lo hacen los arrieros, según pude observar.

A esto sí que le zumba el mango, me acuerdo que pensé del paisaje aquel, tan alto.