MAR DE HISTORIAS

El hombre aquél

* Cristina Pacheco *

Adrián se remueve entre las sábanas. Semidormido confunde el timbre de la puerta con el de su despertador. El sobresalto acelera los latidos de su corazón mientras se incorpora y se pregunta qué día es. "Domingo". Suspira aliviado y vuelve a caer sobre la almohada, decidido a dormir un poco más. Piensa que esforzándose un poco logrará reingresar a su sueño, como si se tratara de una lectura momentáneamente suspendida. Imposible.

"Es domingo", repite, procurando convencerse de que, por tratarse de un día festivo, tiene que dormir más; pero no lo consigue, ni siquiera cuando piensa que mañana lunes, a estas mismas horas, quizá esté cabeceando en el microbús y maldiciéndose por no haber sabido disfrutar de su legítimo descanso. Aprieta los párpados, como lo hacía de niño, para fingirse aún dormido ante su abuela. Su estrategia era infructuosa. Enérgica, doña Eduviges le arrancaba las cobijas: "Levántate, flojo. Acuérdate que es domingo".

La abuela resumía en esa frase las obligaciones que los aguardaban: presentarse en la misa de siete, volver a la casa para desayunar, dar de comer a los animales en el corral y a eso de las diez de la mañana, salir por las limosnas para el hospital. En realidad se trataba de una casa, a las afueras del pueblo, donde vivían los locos bajo el cuidado de dos hermanas: Taide y Felícitas. Aquellas mujeres, bigotonas y sonrientes, contaban con el auxilio de Quirino -un enfermo que, ya recuperado, se había negado a dejar el hospital- y un grupo de voluntarios que entre semana eran talacheros, artesanos o comerciantes jugadores de billar y dominó.

II

Adrián gira hacia la pared. Quiere huir de la luz del día pero en especial de esa parte de sus recuerdos. Aunque su abuela nunca le permitió seguirla hacia el interior del hospital, donde hacía entrega rigurosa de los donativos, él imaginaba aquel mundo terrible con sólo oír, desde el pasillo, los gritos y los lamentos de los enfermos.

Sin poder evitarlo, Adrián llega al punto de sus recuerdos que siempre lo lastima: el domingo en que un loco, aprovechando que la puerta se hallaba entornada, salió gritando: "Déjeme salir, necesito verlo..." Adrián apenas tuvo tiempo de retroceder para dejar el paso libre a Tiburcio y Jesús -uno aguador y el otro coime- que iban en pos del fugitivo. Este, al verse perseguido, aceleró la carreta. Sus esfuerzos terminaron cuando un camión de carga lo golpeó de frente y lo hizo volar. Adrián vio al infeliz caer al suelo, como un fardo.

En el hospital todo era confusión. Adrián aprovechó el momento para correr al lugar del accidente. Llegó a tiempo para que sus ojos se encontraran con los del agonizante y ver su última sonrisa navegando en un hilito de sangre. La visión, lejos de horrorizarlo le produjo una inmensa alegría.

Durante muchos años Adrián fue incapaz de traducir sus sentimientos ante aquella escena. Los ocultó entre sus experiencias vergonzosas -"Niño, deja de andar agarrándote allí si no quieres quedarte ciego"- y después los olvidó de manera natural. Reaparecieron ocasionalmente sin que intentara explicárselos pero hoy, sin habérselo propuesto, lo consigue: "Me sentí contento de que, siquiera el último instante de su vida, el pobre loco recuperara su libertad".

-ƑCon quién hablas?

Al escuchar la voz de Margarita, Adrián se incorpora de golpe, como lo hizo antes, al confundir el timbre de la puerta con su despertador.

-ƑQué pasa?

-ƑQué te pasa a ti? Entré en el cuarto y te oí hablando solo, como loquito.

Margarita no advierte que su comentario altera la expresión de su esposo y Adrián tampoco se percata del tono áspero con que pregunta qué hora es.

-Van a dar las diez. Quédate otro rato en la cama: es domingo. -Margarita saca de un frasco varias monedas. -Dicen que ya salió la nueva de veinte pesos. No la he visto.

Adrián se cubre la cara con la sábana. Permanece inmóvil mientras escucha los pasos de Margarita alejándose y enseguida la recomendación que le hace desde la puerta: "Descansa, es domingo". La voz dulce de su mujer le despierta una sensación tan agradable como la que sentía aquellos domingos en que su abuela le dejaba llevar el zurrón de terciopelo rojo donde arrepentidos y generosos iban depositando los raquíticos donativos para el hospital.

La placidez de Adrián dura muy poco. Otra vez lo atrapa el recuerdo de los ojos, desmesuradamente abiertos, y la última sonrisa del loco perseguido y atropellado a mitad de calle.

Preguntas que se formuló años atrás vuelven a intrigarlo: "Aunque haya estado enfermo tendría familia y un nombre, pero Ƒcuál?" Una vez le pidió a su abuela que se lo dijera y ella le respondió extrañada: "ƑPor qué me preguntas esas cosas?" El levantó los hombros sin saber qué decir. Doña Eduviges premió su silencio con un beso.

Adrián cae en la cuenta de que su abuela recurría a esa misma frase cuando él le suplicaba que le describiera a su padre, puesto que en la casa no era posible encontrar un solo retrato suyo. En cambio, la fotografía de su mamá -con la sonrisa apoyada en el dorso de su mano derecha- reinaba en la pared, sobre el sillón verde. Adrián se maravilla de haber guardado en su memoria la forma y el color de aquel mueble. Era el orgullo de su abuela. Le tenía prohibido sentarse en él, a menos que llegaran visitas.

Adrián las miraba con curiosidad y, ya más grandecito, también las oía atento, con la vaga esperanza de que alguna mencionara a su padre. La expectativa era lógica, tomando en cuenta que en el pueblo todos se conocían y llevaban un registro preciso de fallecidos y emigrantes.

III

Al oír en el otro cuarto la voz asordinada de Margarita -"Hijos, no hagan ruido, su papá está descansando"-, Adrián reconoce el tono de las conversaciones que su abuela sostenía con las visitas. Siempre al despedirse le soltaban frases extrañas -"Dale gracias a Dios de tener una abuela tan buena", "Ya verás que nuestro Señor te va a compensar de todo..." "No juegues muy brusco, no vayas a pegarte en la cabecita"- y luego se dirigían a doña Eduviges: "Su nieto se ve muy bien, no se mortifique".

Su abuela no quiso traducirle el significado de aquellas palabras, ni accedió a explicarle por qué razón llevaba luto desde aquel domingo -el último que asistieron al hospital- en que vieron morir al infeliz en mitad de la calle. Adrián ocultó su curiosidad junto con el recuerdo de aquellos ojos desmesuradamente abiertos y abrillantados por una última sonrisa.

Adrián interrumpe sus reflexiones cuando vuelve a oír, ahora desde la sala, rumor de pasos, cuchicheos de sus hijos y, más clara, la voz de Margarita: "Vayan con Pancho y pídanle que les cambie el papel de china. El que les dio está todo arrugado, hasta parece que lo masticaron los marranos". Carlos y Gloria ríen. Margarita les hace otra advertencia: "Shit, no vayan a despertar a su papá y cuando atraviesen la calle, se fijan que no vengan coches ni camiones".

La nueva advertencia hace que Adrián vuelva a sus recuerdos. La remembranza adquiere un realismo estremecedor y, sin darse cuenta, Adrián sonríe como lo hizo aquella mañana de domingo, para corresponder a la que le envió, en el último instante de su vida, el hombre deshecho. Luego, de manera inexplicable, Adrián cree escuchar frases que oyó muchos años atrás: "...Quiero verlo". "No juegues brusco..." Las tres palabras lo paralizan frente a una incógnita estremecedora: "El loco: Ƒsería mi padre?"

Sus esfuerzos por encontrar una respuesta se ven interrumpidos cuando se abre la puerta de la recámara. Desde allí, al mismo tiempo, Margarita, Gloria y Carlos exclaman: "šFelicidades, papá!" Adrián se incorpora. Las risas de sus hijos se apagan. Gloria murmura asustada: "Papito está llorando". Carlos se acerca a su padre y le pregunta qué sucede. Adrián responde: "Tuve un sueño muy triste, pero ya desperté".