* VENTANAS
* Eduardo Galeano *
El aprendiz y el maestro
Cuando el maestro murió, el aprendiz se puso a escribirle un homenaje. En el puerto no había pescadores ni nadie. Sentado en el muelle, en esa tarde sin sol, el aprendiz fue desgranando palabras. La ciudad se veía lejos, envuelta en brumas, y el aprendiz evocó la otra ciudad que Juan Carlos Onetti había inventado y los personajes que, para poblarla, había imaginado: la irremediable melancolía y el dolor de vivir de los personajes por él creados a su imagen y semejanza. Y ahora, escribió el aprendiz, Ƒqué será de ellos? ƑA dónde se irán todos estos huérfanos? ƑA dónde llevarán su desamparo?
En eso estaba el aprendiz, llenando páginas, cuando se le metió en la cabeza, quién sabe cómo, un proverbio chino que el maestro solía citar. Quizá no era proverbio, ni era chino, porque el maestro lo decía cerrando los ojos y torciendo la boca, con el pucho en falsa escuadra entre los labios, como hacía cada vez que mentía para dar prestigio a la verdad. El hecho es que el aprendiz estaba con su trabajo a medio hacer, cuando de pronto recordó que el maestro decía que los chinos decían:
ųLas únicas palabras que merecen existir son las palabras mejores que el silencio.
Y ya no pudo seguir, no hubo caso, hasta que por fin el aprendiz estrujó las páginas que había escrito y las arrojó, una tras otra, a la mar. Después se quedó allí, mirando, mientras las aguas se llevaban lejos sus naufragios de papel.