JUEVES 15 DE JUNIO DE 2000

 


* Margo Glantz *

Omnipresencia del yo y su desaparición

Cerca de Düsseldorf, en un inmenso parque ųterreno comprado por un industrial llamado Hombroich y cuyo nombre bautiza el conjuntoų, se ha instalado un nuevo tipo de museo, un conjunto de edificios escondidos que de pronto surgen en medio de los árboles, las flores, los estanques, los puentes, los pantanos, una naturaleza florecida en pleno verano, aunque nos ha tocado, debo confesar, un día lluvioso y frío. Los edificios son sencillos, funcionales, la mayoría de ladrillo rojo; otros, de madera y de piedra, con techos de plexiglas y cubiertas protectoras que proyectan una luz intensa y sin embargo anormal, puesto que no producen sombras de ningún tipo, ni siquiera la de los espectadores que caminan sobre pisos de mármol blanco. Cada edificio tiene características diferentes, algunos están vacíos y pareciera que su único sentido sería tener una vista privilegiada del paisaje.

En los otros pabellones la estructura es distinta, suele haber salas pequeñas que albergan unas cuantas piezas muy bien expuestas en las paredes blancas, y las esculturas se colocan a veces en vitrinas formando conjuntos animados o se colocan tradicionalmente sobre zócalos. Uno de los pabellones más interesantes se inicia con una sala pequeña con unos cuantos cuadros, muy pocos, para respetar un concepto del espacio, y de repente uno se encuentra en una enorme sala con varios cuadros de pintores modernos y algunas esculturas, sobre todo hindúes y chinas. Cada objeto ocupa un amplio lugar, de tal forma que los cuadros y las esculturas destacan con perfección, y pueden observarse sin estorbos. šQué diferencia con otros museos, también maravillosos, pero que sobreabundan de objetos que de sólo verlos agobian, por ejemplo, el Louvre, el Pitti, el Metropolitan, el British; en ellos, las piezas, colocadas unas junto a las otras producen de inmediato una sensación de cansancio mortal, como si esas extraordinarias colecciones estuvieran aún embodegadas y uno tuviera que iniciar el trabajo de catalogación.

En Hombroich, ni los cuadros ni los objetos llevan cédula alguna que pueda identificarlos, y aunque para quienes frecuentan los museos sea posible descubrir de qué artistas se trata, sólo es posible corroborarlo gracias a la ayuda de un folleto que enumera lo que hay en cada sala ųmás bien en cada edificioų, aunque sin especificar su colocación. Así se perfila la idea de una trabajo colectivo en donde sobran los criterios cronológicos o los de escuela o estilo; la museografía establece nuevos criterios y obliga a contemplar de otra manera las obras de arte, ordenadas ųnos lo dice el folletoų, por un pintor dusselburgués, Stefan Graubner, maestro en la Academia de Arte de Düsseldorf, cuyos cuadros cohabitan con algunas pinturas y esculturas de Hans Arp y cerca de unas hermosas vitrinas que albergan varios caballeros chinos de épocas arcaicas.

En ese ambiente despojado de impurezas se altera la relación del artista con su público y hasta con el mercado, cada vez más potente y ofensivo, como bien puede verse en la cada vez mejor aceitada industria del turismo que utiliza las obras de arte como uno de sus máximos atractivos, Ƒno se ha reinaugurado acaso en París el nuevo Centro Georges Pompidou con varias exposiciones temporales que cada una cuesta un ojo de la cara e impide la visita a otras secciones del museo? Aunque allí uno pueda contemplar el París que vieron los ojos del extraordinario fotógrafo húngaro Brasaï.

Y sigo con las asociaciones: la novedosa puesta en escena que Graubner preparó para el parque-museo Hombroich y su preocupación por exhibir en su más espléndida perspectiva las obras de arte nos previene contra esa excesiva presencia del yo globalizado que transforma los objetos más cotidianos en objetos de mercados mediante un simple agregado, el de la firma del diseñador, aumentado el precio de una prenda, así sea ésta la más ordinaria y corriente, como podrían serlo las sandalias de trabajo de los orientales, conocidas como tongs y convertidas en el último grito de la moda y de los precios altos, gracias a que llevan adheridas la etiqueta gloriosa del diseñador.

Graubner transforma la manera de mirar, altera los espacios museográficos y demuestra que la ųen aparienciaų simple composición de una vitrina en la que se han colocado objetos chinos de vidrio antiguo puede dar como resultado una pintura abstracta de una belleza que corta el resuello, de la misma manera en que una vitrina con camellos o caballos chinos, situada en salas que ofrecen varias perspectivas, altera de raíz nuestra forma habitual de mirar.

Ya en Düsseldorf, en el Kunstzamlung, museo en donde debería haber visto una pintura del expresionista alemán Kirchner, uno de esos representantes del arte degenerado que Hitler condenó a la desaparición, y que alguna vez perteneció al escritor Paul Westheim y a mi querida amiga Mariana Frenk ųquien el pasado 3 de junio cumplió la gloriosa edad de 102 añosų hay una exposición que como título lleva la famosa frase de Rimbaud: Yo soy ųun-otro. Y, en efecto, abundan los cuadros, las instalaciones y las fotografías en donde el artista se autorrepresenta hasta la náusea, sin llegar a saber nunca quién es.