VIERNES 9 DE JUNIO DE 2000

 


* José Cueli *

El llanto de La llorona

De nuevo La llorona, impregnada su imaginación de una vaga melancolía, lanzó una tempestad silenciosa de tinta desleída que desbordó e inundó el Valle de Chalco. La llorona, vieja conocida de los moradores del lugar, soltaba gruesos goterones que reblandecían el salitre del piso y luego se derretían en rápidos y oblicuos hilos de agua lodosa hasta formar el lago de Chalco, destruyendo endebles casuchas y tugurios.

Los chalquenses bañados de oscuras sombras invocaban con sus plegarias el desconocido sueño de la muerte, defendiéndose de las angustias de una eterna pesadilla, llorando con un silencioso llanto sin gemido, sólo turbado por el agudo chillido de La llorona. Soplo que animaba el estancado barro, encadenado por un incomprensible fenómeno del campesino exiliado en los márgenes de la ciudad. šRevolución radical y profunda de la vida mexicana, con las solas armas de su presencia!

La llorona después de llover parecía más honda, más negra, más dramática, tanto que el agua subió un metro a ras del salitroso suelo y provocaba, si cabe aún, más dolor. Llanto en gota negras semicirculares delineadas alrededor de sus ojos, resaltando sus hondas pupilas sin exageraciones ni engaños, recreando oscuros lagos anegados de abandono y olvido. Vivir oscuro, sin deseos, sin inquietudes, sin que nadie se percate de que existen, enlodados detrás de un ''no se qué", congelados, allí donde el soplo vital se extingue en forma lenta.

Después de mirar el conjunto de aquel sobrecogedor cuadro, antes Valle de Chalco, hoy lago negro de Chalco, resulta imposible reproducir con palabras lo visto, tan sólo afloran descoloridos balbuceos, emociones sin posible conexión con las ideas que chocan con las desgarradoras imágenes que nos impactan y nos paralizan la razón debido al sentimiento que provocan. La impresión de la muerte acechando esas comunidades perdidas a lo largo y ancho de la República y algunas de las cuales, año tras año, desaparecen ante las embestidas de La llorona, como si quisieran dormir seguras a su sombra.

Vastos almacenes de muerte con la tierra removida por el agua, que parecen aguardar a sus presas con desmedida voracidad, de la misma magnitud que el hambre de sus víctimas. En estos recónditos pero visibles rincones, últimos albergues de los campesinos expulsados a la urbe, llegan arrojados a instalarse ''donde pueden" es ese eterno peregrinaje en busca de La llorona para dejar, después, su lugar a nuevos campesinos de igual manera condenados a la insensibilidad de los otros, a la injusticia, a la incomprensión... girando sin fin en la rueca del incesante retorno de lo igual.