Rolando Cordera Campos
La esperanza ausente
SI ALGO SE ECHA DE MENOS EN LAS discusiones políticas de esta temporada es el discurso sobre la cuestión social. Como si fuese tema minado, el de la desigualdad y la pobreza masiva se elude o sólo se toca para denunciar al enemigo malo o, en el mejor de los casos, para hacer fe de compromisos personales con el bienestar de todos o de rechazo a la existencia de los pobres.
Los gobiernos de toda la región se las han arreglado para no registrar la situación que afecta a la mayoría de los habitantes de América Latina. Lo que ha privado en estos tiempos de modernización a todo tren ha sido el desapego y la renuncia a abordar de frente la inseguridad económica y el deterioro social, con la esperanza de que pronto vendría el crecimiento y ya con la democracia todo encontraría su cauce.
Las experiencias recientes en Argentina, Perú, Venezuela o Ecuador, así como las evaluaciones que de la experiencia exitosa de Chile hizo el presidente Ricardo Lagos hace unas semanas en Argentina y ante el Consejo de las Américas de Nueva York, dejan poco espacio para que esa frágil esperanza se renueve. En el orgulloso país de Borges, por ejemplo, lo que priva de nuevo es la tentación del capital a la fuga, frente a los bloqueos que por anticipado construyeron los arquitectos del ya no tan célebre consejo monetario. Pero ahí la historia apenas empieza, y lo peor es que su lado oscuro aparece con toda fuerza junto con un gobierno de renovación política y compromiso social que había despertado el optimismo de millones de argentinos, luego de la pesadilla en que se convirtió la gestión de Menem.
Lagos, por su parte, busca inscribirse en los horizontes de la nueva economía, la tecnología, la educación y el conocimiento, senderos promisorios para un país que superó la dictadura y dio muestras de ingenio político para aprovechar lo hecho por los bárbaros y darle un curso dinámico a su economía. Pero al final, el discurso del tercer presidente democrático de Chile reconoce que el desarrollo con equidad sigue en el horizonte, como meta no alcanzada que para muchos se ha alejado en estos años. El abatimiento de la pobreza logrado por los gobiernos de la Concertación no ha podido traducirse en mejor distribución, y el Chile democrático y modernizante aparece como el segundo o tercer país más desigual del continente más desigual del planeta.
México se mueve dentro de estas coordenadas, a pesar de las expectativas del momento. Estas nos hablan de un crecimiento mayor a 5 por ciento y de una inflación de un dígito, así como de una situación cambiaria bajo control a lo largo del año. Panorama alentador sin duda, sobre todo para el término de una administración azarosa y el arranque de un nuevo gobierno.
Las previsiones de los consultores del sector privado parecen responder a la realidad, aunque dejen de lado que el costo ha sido enorme. Antes que festinarlas es preciso calificarlas con los factores de riesgo a la vista y con lo no logrado pero una y otra vez ofrecido. De otra suerte, la reflexión pública irá de la (auto) celebración a que convoca todos los días el gobierno, a la (auto) denigración a que nos invitan los candidatos mayores de la oposición para quienes 20 o 70 años son simplemente nada.
Negar el presente es tan pernicioso como inventar el pasado a falta de imaginación para construir futuros apetecibles. Lo primero se hace cuando se ponen bajo el tapete las abrumadoras cifras de la pobreza mexicana, o se soslaya el hecho afrentoso de que en estos años de recuperación difícil la distribución del ingreso empeoró salvo para los más ricos. Lo segundo, se ha convertido en triste jingle de la mercadotecnia política y junto con la ignorancia histórica de que hacen gala sus postulantes, forma parte ya de nuestro muy local diccionario de la infamia.
Trabados mentalmente por sus inventos e ilusiones, los principales aspirantes dejan de lado lo sustancial, mientras los bajos fondos de la sociedad, que no son los de la criminalidad sino los de la pobreza, asoman la cabeza para recordarnos que el México bronco de don Jesús sigue entre nosotros. Ahí están los maestros del mes de mayo, con su pobreza que condensa la de la educación nacional y condena a millones de niños a vivirla como futuro fatal. Ahí están, también, los miles de pobladores rurales aterrados ante la posibilidad de que con un nuevo golpe de ingenio presupuestario, el gobierno de los mejores y los más brillantes (que quedan) aseste el golpe final a los almacenes miserables de Diconsa, de los que depende en gran medida su magra subsistencia.
Pero nada de esto es hoy política. Al olvidar a la sociedad pobre y desigual, nuestros profetas del cambio sin adjetivos alimentan un peligro peor que el de los gobiernos omisos y miopes ante el drama social: el de que sean los pobres y los desiguales los que decidan no ver ni reconocer a la política, aunque se vista con la seda de la democracia.