Carlos Bonfil
Nadie es perfecto
Policía homófobo jubilado sucumbe al irresistible encanto de un travesti neoyorquino. Al intentar evitar un delito, el ex policía Walt Koontz (Robert de Niro) queda parapléjico, su autoestima se derrumba, y, más amargado que nunca, se siente tentado al suicidio. Su voz es ya sólo una articulación doliente e incomprensible. La terapia recomendada incluye clases de canto, y su detestado vecino gay, Rusty (Philip Seymour Hoffman), es para suerte o desgracia suya, si no el maestro ideal, al menos sí el más accesible. Da inicio así la paciente domesticación de un macho y el previsible despliegue de fortalezas físicas y morales de Rusty, una sensibilidad de mujer "atrapada en un cuerpo de hombre".
Nadie es perfecto (Flawless /Impecable), de Joel Schumacher, es un emotivo catálogo de clichés en el terreno de la corrección política. El esquema de la "pareja dispareja" funciona aquí sin mayores sorpresas: una antipatía inicial compartida se vuelve desprecio abierto sazonado con insultos, luego evoluciona al reconocimiento de las miserias mutuas (miedo a envejecer, miedo a la soledad, y a los afectos no correspondidos), y da finalmente paso a una amistad que es ejemplo de abnegación para un entorno de amigas y amigos conmovidos. El policía es un energúmeno mata-maricas, muy en el estilo de Jack Nicholson en Mejor... imposible (As good as it gets); el travesti, una rubicunda maestra del sarcasmo y el autoescarnio, a la manera de una Bette Davies súbitamente dulcificada por la Simone Signoret de La reina del hampa (Casque d'Or).
Joel Schumacher (Ocho milímetros, Batman 3), quien dirige y escribe la cinta, deja escapar la oportunidad estupenda de reproducir a partir de las escenas de aprendizaje de canto, un esquema similar al de El beso de la mujer araña, la novela del argentino Manuel Puig, que en Hollywood lleva al cine Héctor Babenco, y dar con ello mayor realce y vitalidad a las múltiples referencias fílmicas con las que Rusty intenta divertir a Walt o envalentonarse frente al peligro. En lugar de ello, el director recurre a una subtrama gangsteril muy inconsistente y a ratos gratuita. En El beso... el espacio de reconocimiento mutuo entre la loca cinéfila y mitómana, y el guerrillero necio, era una cárcel; aquí, Walt y Rusty comparten un espacio miserable en Brooklyn, un hotel que es un refugio de parias y ancianos abandonados. El momento estelar de los travestis que con estridencia animan los pasillos de ese hotel casi morgue, es un concurso anual de belleza llamado Flawless. El gusto por el baile, en particular por el tango, es la debilidad mayor de Walt Koontz, y ese gusto, y su propia sensación de paria discapacitado, le permite comunicarse con los parias sexuales, identificarse con ellos, y combatir así sus propios prejuicios y vencer los de sus compañeros policías.
El mensaje de la cinta es generoso e impecable, y tan obvio como el maquillaje de los travestis. Es una lástima que con actores de la talla de Robert de Niro y Philip Seymour Hoffman (recuérdese su prestación en Felicidad, de Todd Solondz, como sudoroso sexópata telefónico), la cinta no logre registros de un juego humorístico más fino, una mayor complejidad dramática, o prescindir de tantos personajes secundarios en la intriga de un Halcón maltés de cuarta. Los momentos afortunados de la película provienen directamente del talento de estos dos actores, desde el momento de desesperación de Walt Koontz al no poder abrir con una sola mano el frasco que luego se hace añicos, hasta la caracterización de Rusty, vigorosa y polifacética, capaz de despojar de sentimentalismo al modelo de madre gallina que su papel y físico sugieren, y de revivir el rol similar que Craig Russell interpretó en Travesti (Outrageous, 1977), la notable comedia canadiense de Richard Benner, centrada también en una pareja dispareja. Hay en Nadie es perfecto una escena divertida, en la que un grupo de gays republicanos intentan, en vísperas de elecciones, conquistar el voto de la comunidad de homosexuales y travestis; la manera en que Rusty exhibe y rechaza el oportunismo político y la naturaleza vergonzante de quienes solicitan los sufragios, ofrece el mejor apunte del personaje, de su dignidad y de su distanciamiento total con la caricatura que por largos años ofreció Hollywood de los travestis. La incorporación de ese punto de vista, de esta politización del antiguo monstruo (freak) incómodo, es señal evidente de que incluso en sus comedias más disparejas, el cine comercial estadunidense reconsidera y corrige sus prejuicios y sus fobias, estrena o alimenta ímpetus liberales y convoca el talento de sus mejores actores para hacer que dicha intención sea a final de cuentas algo verosímil.