JUEVES 1o. DE JUNIO DE 2000

 


* Olga Harmony *

Agua blanca

Hay varios estrenos importantes en la ciudad de México, pero cuando en otro lugar, así sea tan próximo como lo es Toluca, se me ofrece la oportunidad de ver una escenificación interesante, mi prioridad se establece sin duda alguna. Así ocurre con Agua blanca del dramaturgo estadunidense John Jesurun, de quien ya conocíamos su extraño Fausto dirigido por Martín Acosta, quien también eligió este otro texto para trabajarlo como graduación de estudiantes de la carrera de Artes Dramáticas de la Universidad Autónoma del Estado de México. Por diversas causas he podido presenciar, así fuera en video, otras escenificaciones de esta carrrera de la Facultad de Humanidades muy poco logradas, por lo que ahora, y con Acosta como director invitado, me permito hacer algunas reflexiones a partir del espectáculo y mucho de lo que a mi parecer entraña.

Posiblemente por ser él mismo un joven nacido en una localidad de Guanajuato, donde empezó a hacer teatro antes de llegar a la capital ųdonde estudió e inició su brillante y ya muy consolidada carrera en la dirección escénicaų Martín conoce de sobra las carencias en que el centralismo sume al teatro de la mayoría de los estados del país. Por ello, y sabiendo que como director de una sola puesta no podría llenar todos los huecos de sus actores, impuso una regla que también él y algunos otros maestros de la EAT citadina siguen con sus alumnos y que consiste en hacerlos que vean buen teatro. Si no lo hay en Toluca, a una hora de camino, en la ciudad de México sí lo hay, porque el mismo centralismo que tanto criticamos hace que en el centro se aglutinen los grandes maestros y las oportunidades que no todos tienen en sus lugares de origen, aunque existan teatristas muy talentosos en varios puntos de la República.

Otra apuesta, ésta muy riesgosa, de Martín Acosta, fue darles a sus incipientes actores un texto muy difícil, pleno de ambigüedades. Me imagino que esta falta de concesiones, que también se extiende a un público poco acostumbrado a presenciar obras y montajes como éste, se debe en parte a ese conocimiento en carne propia de las desigualdades que privilegian, como siempre al centro. Y aquí, ahora que se plantea la disyuntiva entre cultura artística elitista o popular, me gustaría hacer mía una frase (me parece que es de Carlos Monsiváis) en que se pide elitismo para todos, lo que no es un contrasentido, porque implica que todo público pueda presenciar, en este caso, teatro de alto nivel.

Por lo menos en lo que respecta a este grupo de nuevos actores, que ciertamente demuestran carencias en su formación, como sería la por momentos muy rápida e imprecisa dicción sobre todo en las actrices, a excepción de Gricelda (en el programa aparece así) González que muestra grandes dotes al encarnar a Mack, el adolescente protagónico. Sea como sea, los candidatos a graduarse (se les exige que den un mínimo de 50 funciones para obtener su título) demuestran gran inteligencia y sensibilidad, además de su disciplina, al apoderarse de un texto que entraña múltiples dificultades.

La obra de John Jesurun (empezada su traducción por Iona Weissberg y terminada por los propios estudiantes) no sólo muestra las múltiples interpretaciones que se pueden dar a un hecho, la aparición que ve un muchachito y que lo convierte en una especie de santón milagroso, sino la manipulación que un equipo de programa televisivo puede hacer de esa misma realidad; la facilidad histérica con que se puede caer ante cualquier idea de lo sobrenatural, representada sobre todo por el victimado sacerdote, la falacia de las interpretaciones psicoanalíticas superficiales y, por supuesto, la posibilidad de un milagro real fuera de cualquier religión establecida.

Como otros directores ųGermán Castillo, José Solé con el Edipo del que me ocuparé en otro artículoų Martín Acosta idea muchas de sus escenografías. En ésta, se apoyó para su realización en los estudiantes de la carrera. En un espacio neutro, de paredes grises, con unos pocos muebles, el director crea algunas de sus insólitas imágenes, como sería esa estructura de hierro con un lienzo que es mesa con los comensales vistos desde arriba, o cama de enfermo de Mack, asistido por otros personajes, también vistos desde arriba en clara cita cinematográfica; los tacos del billar y las bolas; la iluminación de una lámpara solitaria desde el suelo, que iluminará al niño bajo la mesa. Su trazo, como siempre, es muy limpio y certero, sin olvidar cierta ritualidad que aquí sirve como sustento de una obra plena de complejidades. Y hay que decirlo, una vez más, perfectamente asimilada por los jóvenes mexiquenses.