Arnoldo Kraus
Presentar libros*
Este pequeño texto, aunque no lo requiere, tiene título. Lo leo: Del imposible arte de ser objetivo cuando se habla de uno mismo. Y lo reescribo: ƑEs el ser humano capaz de descalificarse a través de la autolectura? El subtítulo, por supuesto menos importante, es paradójicamente más necesario que el encabezado, ya que contribuye a explicarlo y a explicarme: Conaculta, Tercer Milenio y el drama de hablar de uno mismo ante un público, en el cual, afortunadamente, no encuentro a mi psicoanalista. A diferencia de Fierro y de Valek, al menos, cuento con la gran ventaja de haber compartido el pequeño texto Bioética con Antonio Cabral, quien, sobra decirlo, es el responsable de todos los errores del "librito".
Dentro de la manía actual de presentar libros, la colección Tercer Milenio ha inaugurado un nuevo espacio en el que los autores deben ser lo menos autocríticos posible. De hecho, la propuesta raya en lo utópico: se trata de hablar en primera persona, sin decir cosas muy malas de uno mismo, que permitan vender el libro y, a la vez, lograr que los escuchas no abandonen Casa Lamm sino hasta después del vino (Baco, en la era de la presentación de los libros, es también Dios de los autores).
La idea de Conaculta es, a la vez, una especie de tortura que oscila entre lo posmoderno, lo indefinible, la antiética o, incluso, la muerte para siempre de Freud, Lacan o Fromm (confieso que he olvidado el nombre de mi psicoanalista), pues obliga a los autores a reeler su texto y, como ya dije, comentarlo en voz alta sin hablar mal de uno mismo. En síntesis debemos, siguiendo las instrucciones de los editores, realizar, aun sin ser priístas, un ejercicio insólito: reflexionar objetivamente acerca de lo que escribimos y, de ser posible, incluso, hacerlo bien.
Presentarse, autopresentarse, decir de uno, de lo escrito por uno, de su yo o, mejor aún, de sus muchos yos, es un ejercicio que puede ser desagradable, deshonesto y hasta ingrato. Si el plagio es un acto inmoral, el autoplagio puede ser una enfermedad, a menos que esté salpicado de una gran dosis de autocrítica, que se cuente con la suerte de burlarse de uno mismo y, otro conocimiento invaluable: saber que todo lo hecho siempre será inacabado. Cioran, el creador del escepticismo, resumiría el acto de presentar el libro que uno escribió en la idea siguiente: "todo éxito es un malentendido".
Al cavilar acerca de la ética y sus vínculos con el psicoanálisis, es evidente que la reflexión pública sobre el propio ego podría remedar una práctica preñada de subjetividad y que oscilaría entre lo amoral y lo imposible. Amoral, porque se tientan los terrenos de nuestros políticos: sólo ellos tienen agenesia (por no decir orfandad adquirida), ya sea ancestral, o por decreto, de alter ego. Quien haya oído cualquier discurso proveniente del poder, comprenderá que mi envidia no es gratuita: el yo político sana todo, nunca se equivoca y es inmune al error. En esas alturas, sí es fácil hablar de uno. O como diría Charles Bukowski: "la fama es la peor puta de todas".
Y es imposible, o casi imposible, autopresentarse, porque el libro, sus letras, sus errores y virtudes, finalmente, son uno. En ese tamiz, el terror de la conciencia o la miseria de las biografías podrían ser parte del índice de este extraño ejercicio. Más prudente hubiese sido para mí disertar acerca de las estrellas (pienso en Julieta Fierro) o las drogas (no pienso necesariamente en Gloria Valek). Hablar mal de uno, finalmente, es materia de diván.
Antes de incursionar en La bioética, narro una anécdota. El psicoanalista británico D.W. Winnicot empezó su autobiografía, la cual, por cierto, nunca finalizó, diciendo: "He muerto". Unos párrafos adelante escribe: "permítaseme ver. ƑQué estaba sucediendo cuando había muerto? Mis rezos fueron oídos. Estaba vivo cuando había muerto".
Quizá, las razones fundamentales de pasear por los pequeños ensayos que integran los tres textos que hoy se presentan, sean similares a las de Winnicot: saber que se legarán algunas inquietudes, que se contagiarán algunas dudas y que las ideas en este mundo tan convulso, siguen, con suerte, siendo "un poco" útiles.
Existen, finalmente, otros pretextos para comentar los libritos de Tercer Milenio: tener la certeza que lo escrito, cuando no se trata de novela o poesía, siempre es papel inacabado, siempre un espacio en espera de los nuevos lápices y las gomas infatigables, sino no son otra cosa que oídos, intérpretes, y ahora sí, otros alter ego en espera de nuevos comentarios.
* Texto leído el 24 de mayo en Casa Lamm, en la presentación de los libros: Las drogas, de Gloria Valek; Las estrellas, de Julieta Fierro, y La bioética, de Arnoldo Kraus y Antonio Cabral