MARTES 30 DE MAYO DE 2000
* Ugo Pipitone *
Tierra
En alguna parte, García Márquez escribió que la tierra de uno es aquélla en que están enterrados los propios muertos. Obviamente, tiene razón. Pero hay una parte de verdad que la afirmación del novelista colombiano deja en una zona de sombra: también es tierra de uno la que se escoge para morir. Y puede ocurrir que las dos tierras sean distintas. En lo que concierne a los seres humanos, entre raíces y ramajes no siempre las relaciones son naturales y continuas. Para algunos individuos, herencia no es destino o, por lo menos, no lo es en las formas acostumbradas.
Espero se me tolere una referencia personal. Acabo de enterrar a mi madre en un pequeño pueblo del norte de Italia, en medio de una campiña salpicada de los colores del trigo, el maíz y las choperas, que han tomado el lugar de bosques desaparecidos hace siglos. Una tierra hermosa, hecha del trabajo de generaciones enteras, en un lugar donde es casi solamente el trabajo lo que da un sentido a la existencia de las personas. De alguna manera, ésa es mi tierra. Y ahora lo es más que antes. García Márquez tiene razón. Y sin embargo, es aquí, en México, donde quiero morir. Que nadie se asuste: no intentaré explicar mis razones.
Lo que sí quiero intentar describir es el síndrome del emigrante, el individuo que no es plenamente sí mismo en ningún lugar. Y que, por cierto, ya no sabe qué significa ser sí mismo. Una identidad que ya no puede reflejarse por entero en ningún espejo; una pluralidad de identidades que no siempre conviven en forma armoniosa y que, sin embargo, tiene cerrado todo posible camino de regreso hacia alguna sencillez originaria. Se me ocurre pensar en lo que ha terminado por llamarse globalización. Ese viento secular que cambia las cosas de lugar, que cubre de polvo verdades que parecían eternas y revela nuevas tareas cargadas de incógnitas y de riesgos. Las identidades, que hace algunos años atrás parecían inamovibles, se ven obligadas ahora a enfrentarse a sí mismas libres de la costra protectora de virtudes míticas y de demagogia consoladora.
A mí lo único que se me ocurre pensar es que si dos realidades se relacionan entre sí, con intensidad anteriormente desconocida, resulta de pronto posible imaginar cómo cada una podría mejorar si aceptara recibir de la otra aquello que no tiene dentro de sí y que le podría hacer falta para ser sí misma en un sentido más alto y más abierto. Y si las realidades en confrontación (que, en su encierro, siempre amenazan convertirse en verdades excluyentes) fueran no dos, sino tres, diez o ene, se abriría el camino hacia una imaginación creadora que ya sólo sería incapaz de imaginar un equilibrio final, un descanso natural, una identidad confortable, incontaminada, segura.
Cada vez que lo pienso, son muchos los hilos que se anudan entre los dos países que cargo dentro de mí. No puedo evitar pensar cuánto mejor sería Italia si pudiera ser penetrada por tantas cosas de México, que aquí parecen casi un dato natural, y cuánto mejor sería México si pudiera ser contagiado por comportamientos y rasgos de la cultura italiana. šY sólo estoy pensando en dos países!
El emigrante que vive la añoranza de aquello que no tiene en cualquier país en que se encuentre, es el arquetipo de una condición humana que la globalización está destinada a extender en toda parte. Una condición en la que, entre desgarramientos y dudas, son reconocibles por lo menos dos rasgos positivos. El primero es el vago sentido de vergüenza hacia identidades construidas en el encierro de estereotipos en que la estupidez se disfraza de sabiduría. El segundo es la condena a la imaginación, al aprendizaje del otro, al acto de creación que consiste en reconocer la mentira que se anida en cualquier estructura de la convivencia humana.
En estos tiempos acelerados, todo mundo está destinado a convertirse en un emigrante, incluso sin tener que moverse de su tierra; a ser penetrado por razones ajenas mientras trata de ser sí mismo en un mundo en que las respuestas, si es que existen, han dejado de ser sencillas. Y cuando lo son, casi siempre son mentirosas.