La Jornada domingo 28 de mayo de 2000

Carlos Bonfil
Las cenizas de Angela

ƑQué atractivo especial puede reservar una película que es depósito inagotable de desventuras familiares y miserias sociales? Las cenizas de Angela recrea en Limerick, un pueblo irlandés laboriosamente degradado, el relato autobiográfico de la infancia del escritor Frank McCourt, premio Pulitzer, autor del bestseller Angela's ashes. La cinta inicia sin embargo en Nueva York, en el año de 1935, cuando la familia McCourt, el padre Malachy (Robert Carlyle), la madre Angela (Emily Watson, estupenda) y sus tres hijos, se ven obligados a regresar a su Irlanda natal por falta de oportunidades laborales. "Debimos ser -narra una voz en off mientras se aleja la estatua de la Libertad- la primera familia irlandesa que tomaba el barco de regreso".

En Irlanda la suerte de la familia, lejos de mejorar, se degrada. Todo conspira ahí contra Malachy McCourt: es protestante en un medio católico hostil, proviene de Belfast y su acento lo traiciona y estigmatiza, ha apoyado en Estados Unidos la lucha independentista de la nueva república, y se le desconocen sus méritos. Por encima de todo, es alcohólico y mantiene a su familia en la miseria absoluta, bebiéndose de inmediato el primer penny disponible. Si a esto se añade la incesante labor procreadora de Angela, cuyos hijos literalmente mueren de hambre y son remplazados en embarazos nuevos, el cuadro familiar no puede ser más melodramático. La acumulación de tragedias, lágrimas, lutos y hambre, no tiene entonces nada que envidiarle a cualquier cadena de miserias de nuestro Ismael Rodríguez.

Algunos apuntes sociales del novelista son sin embargo interesantes, y el director Alan Parker (Expreso de medianoche, The commitments, Evita) los registra con acierto. Uno de ellos, el clima de intolerancia que prevalece en las dos Irlandas, el recelo mutuo de católicos y protestantes resumido en una sola situación familiar, con los padres de Angela soportando apenas al marido del Norte y hostigando por cualquier motivo a los hijos que poco han heredado de las virtudes de la línea materna. Este conflicto lo observa el propio autor, Frank McCourt, en un autorretrato en tres tiempos: niño, púber, adolescente (Joe Breen, Ciaran Owens, Michael Legge). El peso de una educación católica estricta, con su rosario de espantos e intimidaciones, tan próxima a lo descrito por James Joyce en El retrato del artista adolescente (1914), y al mismo tiempo con algo del lirismo que el británico Terence Davies ofrece en algún retrato juvenil, como en El ocaso del día (The long day closes, 1992). Alan Parker recurre oportunamente a un humorismo que contrasta con los cuadros de miseria social, volviéndolos mínimamente soportables. El episodio en que Malachy improvisa zapatos para sus hijos con el hule de una llanta, el recuento que hace el niño Frank en la escuela de la historia de un Jesucristo nacido y educado en Limerick, tan miserable como él y sus compañeros, hostigado y crucificado por la ignorancia y los prejuicios locales, o aquella escena en la que Frank adolescente es acosado e iniciado sexualmente por una joven moribunda. Esta ligereza es, sin embargo, muy esporádica. Casi todo el tiempo llueve en Limerick, casi todo es siempre gris en ese pueblo lleno de mezquindades y rencores, donde sólo algún profesor liberal acierta a transmitir a sus alumnos un mensaje vagamente esperanzador sobre la riqueza espiritual que encierran sus mentes.

Ese leve optimismo contrasta con la espiral de fatalidad por la que a atraviesa la familia McCourt. El alcoholismo de Malachy se transmite al joven Frank mediante el rito obligado de iniciación viril: el primer trabajo remunerado conduce a la primera francachela en el pub, y luego a la primera golpiza a la mujer, o a la madre. Lo que evita que la cinta caiga abiertamente en el diseño de un mausoleo a las víctimas sociales de un país en crisis es el talento con que actores tan notables como Emily Watson (Rompiendo las olas, Lars von Trier) y Robert Carlyle (Todo o nada, The full monty) o el niño Ciaran Owens, consiguen superar el acartonamiento y el carácter muy previsible de sus respectivos roles. La cinta finalmente se rescata por la destreza de esas actuaciones, muy superiores en sensibilidad y eficacia al ritmo moroso que impone la guionista Laura Jones, y al tono por momentos lastimero que no logra siempre evitar el director Alan Parker.