La Jornada sábado 27 de mayo de 2000

Bernardo Barranco
México y el Vaticano, las heridas no cerradas

CIUDAD DEL VATICANO. EL GRAN AUSENTE de la ceremonia de canonización en la Plaza de San Pedro, fue el gobierno mexicano. Ausente pero no ajeno.

Trascendió que hace algunos meses el Estado solicitó a Roma aplazar la canonización de los 27 mexicanos para después de las elecciones de julio. La Santa Sede se negó, argumentando la compleja agenda del Gran Año Jubilar, cargada hasta el 6 de enero del 2001. Y a su vez, el Vaticano invitó al gobierno mexicano a participar físicamente en los actos, para darle un énfasis de mutuo perdón y de reconciliación histórica; temáticas muy propias del jubileo del Papa. Sellando así setenta y un años de memorias encontradas.

Desconocemos las razones políticas, aunque las imaginamos, porque podría resultar embarazoso a estas alturas del proceso electoral reconciliarse con la Iglesia. El hecho es que hubo nerviosismo y excitación gubernamental, quizá se temió abrir un frente inesperado que podría acentuar el creciente activismo de los obispos en materia política.

Extraño cómo dos agendas, aparentemente diferentes, se cruzan, se entrelazan y podrían repercutir en el tenso tramo final por la silla presidencial. Más cuando el gobierno se muestra inseguro y agresivo.

También, en estas tierras romanas, circulaba la versión de que la cancillería mexicana habría presionado a la Secretaría de Estado para no exaltar durante el acto ninguna actitud de protesta ni expresiones cristeras fuera de control. El peligro era poco probable. Sin embargo, un porcentaje importante de los 25 mil mexicanos presentes en la canonización, eran familiares de los mártires, es decir, provenían de familias cristeras.

Sin embargo, el Papa, experto como ningún otro ser humano en este planeta en el manejo de las masas en megamítines, se mostró muy cuidadoso durante la misa. Efectivamente, Juan Pablo II fue cauto como un cirujano en el manejo de la liturgia. No cedió, ante la solicitud de la gente, a veces desesperada, para que éste improvisara. El Papa fue expedito y sobrio.

El tema de la laicización enarbolado por la Subsecretaría de Asuntos Religiosos, se inscribe en la perspectiva del liberalismo, por lo tanto es sinónimo para los católicos de ateísmo. Es decir, no supera el trauma histórico de las confrontaciones ni de las guerras; el discurso del laicismo, bajo esta tesitura, se dirime desde la correlación política, bajo la atmósfera de la sospecha y de conspiración; en otras palabras no hace avanzar sino retrocede a un debate entre los fundamentalismos positivistas y los católicos intransigentes.

El reto mayor es pasar de lo político y de lo histórico a lo cultural, del viejo laicismo jacobino a la laicidad moderna basada en la tolerancia religiosa, en la confianza en el buen juicio de los ciudadanos. Y en este terreno la Iglesia católica, aquí en Europa, se siente impotente porque esta laicidad cultural se ha radicalizado; la Iglesia ya no guerrea con los fantasmas de la historia, con los enemigos de la religión, sino se enfrenta al virus de la indiferencia absoluta.

Por ello, Europa para el Papa no es el referente central, ni su natal Polonia, pues a la caída del muro se precipita un vertiginoso proceso de pérdida de centralidad de la Iglesia y de la catolicidad cultural. El modelo es América Latina, donde México ocupa un papel relevante.

Por ello nos explicamos la importancia de dotar de tantos santos a un país que hasta hace unos 15 años atrás era totalmente periférico y ahora se sitúa en el corazón de los debates sobre el futuro del cristianismo romano.

El evento de la canonización fue impresionante, pero no tuvo la atmósfera electrizante de la misa del autódromo o el encuentro del estadio Azteca de enero de 1999. Los mexicanos se cansaron, sin éxito, por despertar a un sobrio anciano pontífice. Sin embargo, el hecho de que se registrara la mayor concentración católica de mexicanos en Europa da para repensar el papel de México y del continente en la Iglesia universal.

Existe un incómodo tercermundismo religioso enarbolado por el Papa, el mensaje para la vieja y paralizada religiosidad de los europeos es que sí se puede, que muchos países de América, Asia y Africa no sólo pueden ser buenos modelos sino fuentes de vocaciones y renovación misionera que vendrá del sur al norte.

Por ello, el cardenal Angelo Sodano, secretario de Estado, muy poco querido por el episcopado italiano y por las principales conferencias del viejo continente, se refugia en nuestro continente. Parte de su poder reside en la influencia que tiene en países como México, Argentina, Chile y Perú. En otros como Francia, Alemania y EUA no sólo no lo aceptan sino lo confrontan.

Sodano, amigo personal del general Augusto Pinochet, es una versión más sofisticada y acabada del ex nuncio Prigione, pugna por una iglesia imperial; es capaz de hacer y tejer toda clase de alianzas con los poderosos.

Felizmente existen en el laberinto vaticano los suficientes contrapesos para no entrar en pánico y constatar que al fin y al cabo, existen y coexisten las grandes posturas ideológicas y hasta políticas que están presentes en la escena mundial en este fin de siglo. La coyuntura electoral de nuestro país es seguida con atención especial por Roma. Nada escapa a su lente.

La canonización demuestra, una vez más, la desconfianza mutua y las heridas que aún no están totalmente cicatrizadas. Hay que dejar pasar más tiempo y elaborar propuestas puentes que ayuden, evitando dar pasos hacia atrás. Sin embargo, una de las mayores lecciones que, al menos el que escribe, se lleva de estas jornadas es que ahora resulta imposible entender a la Iglesia y a la propia jerarquía sin la variable vaticana. Dicho de una manera cruda, las polémicas entre los católicos mexicanos y su jerarquía son un pálido reflejo de las grandes disputas en el centro de la catolicidad en vísperas de un proceso de sucesión pontifical.