Ugo Pipitone
Italia: nostalgia de medievo
Antes de comentar el resultado del referéndum italiano del domingo pasado, dos antecedentes. Primero: en ese país, el referéndum es una forma para introducir leyes por iniciativa popular. Para ello se requiere que vayan a las urnas por lo menos 50 por ciento más uno de los electores. Segundo antecedente: no obstante que Italia haya sido históricamente la mayor cuna del capitalismo desde la baja Edad Media (hace un milenio, siglo más, siglo menos), el país llegó entre los últimos a los beneficios de la modernidad a consecuencia de una secular fragmentación política territorial (lamentada tantas veces por Maquiavelo) que se complacía en divisiones y fragmentaciones varias mientras el resto de Europa se lanzaba (Inglaterra y Francia, en primera línea) a la construcción de esa maquinaria histórica poderosa que fue, hasta hoy, el Estado nacional.
La larga duración, como diría Braudel, sigue ahí. Persiste en Italia el gusto suicida de la rencilla, de las identidades incontaminadas, de las separaciones que huelen a virtud exclusiva, de los capitanes de ventura que, convertidos en líderes políticos, se sienten rencarnaciones de Carlos Magno. Y pasemos a la crónica. Las siete iniciativas referendarias del domingo pasado fueron todas ellas derrotadas por insuficiencia de quórum. Apenas 33 por ciento de los electores fueron a votar y así, no obstante que más de 80 por ciento de los que lo hicieron manifestaron su voluntad de reformar en un sentido mayoritario la actual ley electoral (lo que habría reducido el número escandalosamente elevado de los partidos políticos legalmente constituidos), esta reforma no entrará en vigor por la mencionada falta de quórum.
Una nostalgia de medioevo que más que preferencia activa es un instinto antiguo. Italia transcurrió medio siglo después de la Segunda Guerra Mundial dominada por un partido centrista (Democracia Cristiana) que se pasaba la vida aliándose con Dios y con el diablo, según las conveniencias del día. Resultado: desgobierno, corrupción, acuerdos cupulares y política convertida en un juego curial de ambiciones, mezquindades, chantajes e impotencias colectivas. Con el referéndum electoral había llegado el momento de dar un gran salto hacia un bipolarismo que habría introducido en el país gobiernos con capacidad para gobernar y responsables exclusivamente frente a los electores. Y los italianos decidieron quedarse en casa, no ir a votar en un día nublado de esta caliente primavera y conservar así una situación de fragmentaciones, institucional y políticamente insostenibles.
ƑQuién gana de esta situación? En primer lugar la gran derecha organizada alrededor de ese líder inefable que se llama Silvio Berlusconi, que parecería lanzado a reconstruir la antigua Democracia Cristiana en medio de populismo antifiscal, nuevas formas de darwinismo social, encuestas de opinión en lugar de programas políticos y una ideología construida alrededor de los manuales de superación personal del Readerƀs Digest. Para entendernos: frente a Berlusconi, Ross Perot es Aristóteles.
Según vieja conseja, después de la tragedia viene la farsa. Hubo un tiempo en que Italia producía personajes como Gramsci y Togliatti. Hoy produce individuos como Bertinotti (aliado electoral de Berlusconi y de los diminutos y famélicos partidos neocentristas), que en nombre de la refundación del comunismo hace de la ingobernabilidad una especie de tierra santa ideológica. Ayer, en el otro frente, había individuos como De Gasperi y Einaudi; hoy ya sólo quedan figuras al estilo de Buttiglione, Bossi y demás pequeñeces conservadoras y litigiosas.
Las cosas son muy sencillas y, sin embargo, son pocos los que quieren verlas. En la Italia de la actualidad y del futuro inmediato hay dos hechos originales y de largo aliento: Forza Italia (el partido de Berlusconi) y los Democráticos de Izquierda (herederos del antiguo partido comunista). Entre estas fuerzas se juega el partido. De una parte, un proyecto de modernización salvaje, estrictamente individualista y con escaso interés hacia la construcción europea. De la otra, una apuesta de desarrollo capaz de insertar mejor a Italia en las nuevas redes de la globalización sin perder dos aspectos esenciales: la solidaridad social y la formación de una Europa solidaria hacia adentro y hacia fuera de sí misma. Lo demás es confusión, nostalgia de medioevo y provincialismo. Y el abstencionismo electoral del domingo pasado santificó todo esto.