La Jornada martes 23 de mayo de 2000

Luis Hernández Navarro
Sufragio efectivo, no simulación

Las campañas presidenciales han pasado del reino del marketing a la cofradía de los encuestólogos. Si durante meses la disputa entre candidatos fue por construirse una imagen acorde a las fantasías y temores de la opinión pública y tratar de conquistar el centro político, desde hace un par de meses el corazón del pleito consiste en presentarse anticipadamente ante los votantes como los triunfadores seguros.

PRI, PAN y algunos medios de comunicación han convertido las encuestas electorales en un arma privilegiada de propaganda electoral, ajena a su función básica de ser instrumentos destinados a medir el parecer de la población. La difusión masiva de los estudios de opinión que han promovido busca convertir el retrato de un trozo de presente en el futuro inevitable de la nación, al conteo del punto de vista de mil o 2 mil ciudadanos en el destino del país. Cincuenta días antes de la elección se pretende hacer creer a los electores que la verdadera votación ya se efectuó y que el próximo 2 de julio no queda más que ir a refrendar una decisión ya tomada. Como ha señalado Roy Campos: de 40 encuestas nacionales sólo 14 han sido patrocinadas por medios y tres más son de un panel de GEA. Su divulgación, tan masiva como ruidosa, proviene de la pretensión de hacer de ellas artificios publicitarios antes que instrumentos de información objetiva.

Como telón de fondo de esta estrategia se encuentra una competida contienda electoral y la pretensión de ganar a los votantes indecisos apelando al voto útil, sea a favor de la alternancia encarnada en Vicente Fox o de la necesidad de la continuidad con envoltura de cambio que representa Francisco Labastida. Para ello, estos partidos necesitan generar entre la ciudadanía la impresión de que cuentan ya con una mayoría y disminuir la capacidad de convocatoria real de Cuauhtémoc Cárdenas; hacerle sentir que su voto no está condenado a ser una acción testimonial. Si en el pasado se medían fuerzas con actos masivos en las plazas públicas, hoy, en la hora de la mercadotecnia electrónica, la adhesión a un candidato se calcula a partir del éxito que se registre en los sondeos de opinión. Para los mariscales de campo de las campañas del tricolor y del blanquiazul no importa el rigor de la muestra, la seriedad de la empresa que la realiza o quién la paga: cuenta el impacto que logre en la opinión pública.

No es la primera ocasión en la que los sondeos de opinión sobre cuestiones electorales están bajo sospecha en nuestro país. El camino para su legitimación ha sido largo y sinuoso y, como el que lleva al infierno, está empedrado con buenas intenciones. El escepticismo de un sector de la población ante tales ejercicios está alimentado por múltiples causas, entre ellas, el haberlos escarmentado con el sufragio propio. A raíz de su debut en los comicios de 1988 se ganaron la reputación de servir más como mecanismos para legitimar el fraude electoral que prevenirlo; preparaban el terreno para sembrar en la opinión pública los resultados finales de la contienda diseñados desde el poder.

Las encuestas son una mercancía, propiedad de quien las paga: se compran y se venden en el mercado con pocas regulaciones. Como muestra el alud de estudios publicados en los últimos meses, los dueños de la información pueden encargar a la empresa el producto final que quieren, sin más sanción que aquélla que proviene de la descalificación de la opinión pública o del juicio de los especialistas más respetados. Es el cliente quien escoge qué parte de la información difunde y cómo lo hace de acuerdo a sus intereses particulares. Por más que la divulgación de sus resultados se presente como un servicio desinteresado a la comunidad hay siempre una intencionalidad política.

Obviamente, esto no significa que los sondeos no sirven para medir la percepción de la opinión pública o que nunca se efectúan con seriedad. Hemos visto desde hace unos 15 años un esfuerzo de muchas empresas por hacer su trabajo con profesionalismo y ética, adaptándose a las características de la cultura política nacional y de producir resultados con la mayor objetividad posible, independientemente de los gustos o necesidades de los patrocinadores.

Sin embargo, en la actual coyuntura electoral, el uso y abuso de las encuestas para la propaganda han terminado por opacar y sustituir el análisis de las propuestas de candidatos y partidos y a la política misma. Si los sondeos de opinión son parte de la construcción de imagen de un candidato y --como ha sucedido hasta ahora-- se presentan como un producto ajeno a quienes los producen y consumen, su difusión, más que un hecho informativo, se convierte en parte de una estrategia de desinformación.

La magnificación informativa de los resultados de las encuestas puede generar la ilusión de conocer por anticipado el nombre del caballo ganador o del billete de lotería que va a ser premiado, pero su uso propagandístico por parte de algunos medios y partidos termina degradando, aún más, la vida política nacional. La consigna hoy, parafraseando el Plan de San Luis, bien pudiera ser: šSufragio efectivo!šNo simulación!