Pedro Miguel
Temporada de caza
En distintas áreas fronterizas del Río Bravo algunos ciudadanos entusiastas han organizado grupos cinegéticos. La actividad había decaído en fechas recientes debido a las cada vez más estrictas regulaciones de inspiración ecológica y a un predominio creciente de las actividades sedentarias (como ver videos) en el tiempo libre de los lugareños. Tal vez la moda de los deportes de riesgo y las tendencias de la industria automotriz a inundar el mercado con vehículos todoterreno, que son una inversión desperdiciada cuando se les utiliza sólo para ir de shopping, dieron la pauta a los primeros entusiastas que sacaron sus escopetas y sus fusiles de los armarios, los engrasaron y se fueron al pueblo más cercano a comprar munición. Pero también debe haber pesado la proliferación de extranjeros cimarrones por los sitios más desolados y salvajes de la frontera común. El Bordo y el Cañón Zapata, sitios comunes de tránsito hacia el norte, son cotos exclusivos de la Border Patrol y están tan vigilados que transitarlos de manera furtiva es tan complicado como introducirse subrepticiamente al Pentágono. En consecuencia, las especies migratorias procedentes del sur se extendieron por los cañones y desiertos de Arizona, Nuevo México y Texas.
Los aguerridos granjeros y los sherifes de esas tierras no requieren de justificación para desempolvar el Winchester de sus abuelos o para estrenar los nuevos AR-15 con guardamanos de fibra de carbono y dedicar su ocio a la cacería humana. Descienden de la estirpe que exterminó a los búfalos y a los apaches, construyeron una nación sobre el mandamiento máximo de la propiedad privada y echaron una bonita capa de asfalto sobre las incomodidades de origen animal o vegetal que los acechaban. Ahora, en los morideros de su propiedad, pululan mexicanos que picotean los setos o asustan el sueño de los borregos. Disparar sobre los intrusos es un acto natural y hasta de sentido común. Así lo entiende también el gobierno de Washington, que en un acto de humanismo tal vez excesivo, y que muestra la perniciosa suavidad demócrata y obliga a suspirar por la hombría de los republicanos, ha instado a los cazadores a no dar muerte a sus presas. Capturarlas vivas evita problemas internacionales y hasta locales, habida cuenta que aún existen algunas leyes obsoletas que confunden la cacería con el homicidio.
Pero, en el fondo, las autoridades simpatizan con el renovado afán de los granjeros por hacer patria. Ayer mismo, en la madrugada, un policía de Brownsville exhibió la cabeza de un ejemplar joven que pretendía introducirse al país de la libertad.
En el fondo de todo esto hay la convicción -que poco a poco se abre paso en todos lados, hasta en México- de que la condición humana se conserva o se pierde, o no se adquiere nunca, de acuerdo con el estatuto legal, penal o migratorio de cada especimen. Es evidente: los derechos humanos son de los humanos, no de los delincuentes ni de los indocumentados. Por esta vía llegaremos a necesarios deslindes civilizatorios. Comerse a un ratero o a un mojado, por ejemplo, puede considerarse un acto de derecho o de esparcimiento que de ninguna manera implica canibalismo.