Hermann Bellinghausen
La voz de los otros
De oírlo, el vino rojo en su copa se sonrosaba. "Y yo que creí que estaba entendiendo. Pero si seré. La clave del asunto parecía en otro lado. Me equivocaba, eso sí está más claro que el agua", dijo Osvaldo y señaló con el dedo un rayón en el barniz de la mesa, entre el tumulto de ceniceros y vasos.
Hablaba desde una severidad inusual en él. Tan suave y elegante de modos, delataba en sus ojos la pátina brillante que dan las sucesivas edades llevadas de tal manera que hacen inadecuado el adjetivo de viejo. "Pues déjenme confesarles que no entiendo nada".
Quedamos estupefactos. Embebidos en la discusión interminable de las noches etílicas, alrededor de aquella mesa de entonces hablábamos como quien sabe. Armamos el mundo y le dimos sentido en tres patadas. Definir la situación política era brincar la reata; pintar el panorama económico, una de policías y ladrones, con un fondo de soldaditos de plomo y canicas rodantes de las llamadas agüitas.
Osvaldo llevaba horas escuchándonos, progresivamente callado. Al principio opinaba, si le preguntábamos. Conforme nos internamos en los monólogos propios del egocentrismo masculino, las mujeres caminaban a la cocina a servirse otro trago mandándonos al cuerno, salvo Cintia, que participaba en la conversación apasionada como el que más, fume y fume y sólo en apariencia sobria.
Osvaldo nos acostumbró a su mutismo, así que su comentario nos detuvo a todos como cuando a media carrera topas con un vidrio, y nos callamos de pronto. El silencio sonó tan raro, y la música de fondo quedó tan sólita, que las mujeres refugiadas en la cocina se asomaron a ver qué pasaba.
"Y ora, por qué tan callados", indagó Tamara, deteniendo con el tenis del pie izquierdo la puerta oscilatoria.
Osvaldo dio un sorbo a su copa de vino, paladeando el momento.
"No entiendes qué", le pregunté y se me cayó de las manos el libro que estaba manoseando como parte de las alegaciones que sosteníamos.
"Nada", y dio otro trago al vino. "Su palabrerío suena mellado, perdónenme que lo diga. Ustedes no están solos, el mundo espera allá afuera, en esta noche parda y aunque llueva".
"Por qué nos dices eso", preguntó Cintia con dolido reproche.
"Porque los quiero a todos", dijo Osvaldo, "y no pierdo la esperanza de que algún día aprendan".
Yo andaba próximo a los cuarenta, y no era el único. Con excepción de las mujeres, ese era el promedio de edad. Bueno, Osvaldo daba para ser papá o abuelo, pero sólo él. Discreto patriarca que al calor del alegato olvidábamos, era digno de nuestros respetos.
"Quién arañó la mesa", preguntó, como cambiando de plano, y en vez de las claves del mundo, sólo se refiriera a muebles, grietas y cosas. "Parece hecha la raya con desarmador y a propósito".
"Fui yo y fue sin querer", dijo Tamara soltando la puerta oscilatoria para aproximarse a la mesa sobrepoblada de contertulios. "Rayé la mesa el otro día, cuando Luis y yo cambiamos de lugar los aparatos".
"La clave", dijo Osvaldo y abrió una pausa larga, se llenó la copa, encendió un cigarro, aspiró, nos miró pícaramente, se dio su tiempo, soltó el humo. Nadie osó interrumpirlo. "La clave es callarse cuando nuestras palabras nos impiden oír la voz de los otros adentro de nosotros. Tengo la impresión de encontrarme rodeado de sordos".
Tamara se despegó de la mesa y abrió las ventanas hacia la noche fresca y llena de planetas allá arriba, invisibles y silenciosos, y todos respiramos aliviados, benditos y regañados. Levantamos nuestras copas y nuestros vasos, brindamos por Osvaldo, y el muy canalla nos dijo: "Ni crean que con eso van a cambiar mi impresión de la sordera que se cargan. Para eso, necesito oír su silencio un buen rato". Nos había ganado.