JUEVES 18 DE MAYO DE 2000

 


* Margo Glantz *

Y ahora, Chicago

Hay ciudades por las que he pasado varias veces y jamás me he detenido en ellas, por ejemplo, Atlanta, cuyo aeropuerto, dicen, es el más grande del mundo; tampoco me he detenido en Manaos, cuando he ido rumbo a Río de Janeiro, y perdí por ello la oportunidad de conocer el Amazonas, entrevisto apenas desde lo alto y no pude admirar el famoso edificio de la ópera construido por Fitzcarraldo e inmortalizado por Herzog en su película del mismo título. Algo parecido me sucedía con Chicago, siempre un punto intermedio hacia otros destinos, por eso decidí detenerme unos días allí.

Chicago, ciudad de arquitectos maravillosos cuyos edificios enmarcan el lago Michigan y ofrecen una amplia perspectiva muy diferente a la de Nueva York, urbe cuyas calles bordeadas de rascacielos cancela muchas veces los espacios. Me tocaron varios días asoleados y calurosos, propicios para deambular de un lado a otro y admirar las grandes plazas con estatuas de Picasso, Miró, Dubbufet. Chicago, ciudad de trenes elevados y de barrios segregados según su procedencia. Me paseo por el barrio mexicano, las vitrinas ostentan carteles con el retrato de Fox quien ha estado pocos días antes allí; muchos de los residentes proclaman su entusiasmo y anuncian que si ganara el PAN regresarían a México. No hago comentarios y me dirijo al tren elevado que me llevará a Oakwood Park, barrio residencial donde nació Hemingway y donde Frank Lloyd Wright tenía su estudio y construyó también algunas casas.

El tren pasa por barrios devastados y en los vagones se congrega la gente de color, hablando recio y mirando con agresividad a los escasos pasajeros de otras minorías raciales, entre las que nos contamos yo y mis amigos, los escritores argentinos Sergio Chejfee y Graciela Montaldo que me han alojado en Hyde Park, al otro lado de la ciudad, en el barrio universitario, que colinda con barrios negros y en cuyo campus, el de la famosa universidad de Chicago ųla que produce los Chicago boysų, los negros pueden contarse con las manos.

En el andén observo con disimulo, cuidándome de no establecer ningún contacto ocular (eye contact). Sin embargo, mi mirada ladeada provoca de inmediato la violencia, una mujer negra pasa junto a mí y pronuncia sibilante y en mi honor la palabra infamatoria ''bitch"; ya en el tren, una mujer cuyo cuerpo ostenta una desmesura sólo posible en las calles de las ciudades estadunidenses inicia con sus amigas un concurso de slam, esa cantilena entonada como una oración, a ritmo de jazz, en la que las palabras adquieren un doble sentido de protesta y de relaciones cotidianas; las mujeres cantan, salmodian, cuentan sus peripecias diarias en una tienda de ropa, y a la vez, cuando puedo entenderlas, profieren palabras de sarcasmo y desafío mirándonos de reojo.

Otras mujeres silenciosas llevan peinados muy elaborados en forma de cofias o tocados, o se adornan con bucles arreglados a manera de coronas, como en esa pintura de Paolo de Giovanni que luego admiro en el Instituto de Bellas Artes, en donde se narran las aventuras de Ulises, rodeado de damas florentinas vestidas de brocados y tocadas de altas cofias doradas, en el esplendor de una corte italiana del siglo XV. Algunas llevan niños de grandes y bellos ojos negros, extrañamente luminosos.

De pronto, aparecen dos borrachos, uno es blanco, el otro un hombre que oscila entre lo filipino, lo negro, lo coreano y lo hindú, una mezcla aún no lograda; va sucio, con los cabellos grasosos, la ropa desgarrada, aureolado por una decadencia que sólo propicia el desarrollo. Ambos nos miran con desprecio al tiempo que nos piden unas monedas y el tufo de sus cuerpos es netamente industrial.

Sigo mirando, avasallada: ni los asombrosos rascacielos ni el perfil del lago o la confluencia de éste con el río pueden superar la fuerza irresistible de esa masa humana.