MAR DE HISTORIAS

El hombre que nunca se fue

* Cristina Pacheco *

 

Eran las tres de la tarde. Los niños habían salido para oír a la banda municipal de San Jeronimito. No los acompañé porque la maestra Obdulia quería decirme algo. Cuando la vi entrar en la dirección, con su maleta negra, comprendí que deseaba anunciarme su partida. Al cabo de la hora en que conversamos Obdulia se despidió. Entonces me paré junto a la ventana para ver qué rumbo tomaba. Respiré con alivio cuando la vi descender rumbo a nuestro alojamiento.

La imagen de Obdulia, con la maleta llena de libros y ropa entre los brazos, me recordó el momento en que, como ella, pretendí dejar la escuela. Entonces la dirigía el profesor Mauro. Cuando le comuniqué mi decisión de irme a otra plaza no trató de impedírmelo. Al contrario, me deseó buena suerte y luego confesó que muchas veces también había sentido el impulso de irse a un plantel menos aislado y con más recursos.

El profesor Mauro me acompañó hasta la puerta de la dirección. Allí nos quedamos mirando las montañas que nos rodean. La escuela se ubica en la parte más alta de la sierra. En las noches estrelladas autorizamos a los niños a permanecer más tiempo en la explanada. Es muy bello verlos saltando con los brazos levantados, seguros de que si se esfuerzan lo suficiente lograrán alcanzar las estrellas.

Cuando nos dimos la mano, el profesor Mauro me preguntó cuándo pensaba irme. "Mañana lunes", le contesté. Me suplicó que lo hiciera después de las ocho: "Para que los niños la despidan en toda forma". La idea de que iba a separarme de alumnos con los que había convivido ya cuatro meses me entristeció. Sentí deseos de llorar y me despedí a la carrera. Me detuve a mitad del camino que conduce al alojamiento de maestras, me volví y levanté la mano para despedirme otra vez. El maestro Mauro no me miró: veía el cielo oscuro y estrellado.

La curiosidad que había sentido muchas veces acerca de los motivos que arraigaron al profesor Mauro en la escuela se volvió más intensa y regresé a su lado. "ƑPuedo preguntarle algo?". Levantó los hombros y sonrió. "ƑQué lo mantiene aquí? Usted es un muy buen director y un excelente maestro de música. En otra escuela con más recursos podría lograr resultados extraordinarios"

En vez de responder, me pidió que lo siguiera. Caminamos hasta un mirador natural y señaló hacia el norte: "ƑVe aquel camino? Por allí bajan los niños que regresan de visitar a sus familias. Lo hacen una o dos veces al año, cuando mucho. Algunos ya no vuelven a la escuela porque sus padres los necesitan para trabajar en el campo. Los que vuelven, que son la minoría, caminan seis o siete horas por la sierra para llegar hasta aquí".

Nunca había subido más allá del punto donde se encuentra la escuela, pero la simple visión de las montañas me hizo imaginar las dificultades y los riesgos que enfrentaban los niños durante sus traslados. El profesor Mauro leyó mis pensamientos: "Hacen un esfuerzo enorme con tal de seguir estudiando. ƑSe imagina lo que sentirían si al regresar encontraran la escuela cerrada?". No pude responder y me presionó otra vez: "Piense cuál será el destino de esos muchachitos si no aprenden por lo menos a leer y escribir".

Recordé la carita de Paulina, la sonrisa de Daniel, la mirada luminosa de Braulio, el entusiasmo de Jacinta, el candor de Rutilo. ƑCon qué palabras iba a despedirme de ellos a la mañana siguiente? ƑCómo les explicaría que el aislamiento en que nos encontrábamos había minado mi vocación de maestra? Me sacó de mis reflexiones la voz del profesor Mauro: "El camión pasa como a las nueve. Tiene tiempo de desayunar y de acompañarnos en la ceremonia de la bandera. La voy a hacer cortita para darle oportunidad de que se despida". Asentí con la cabeza.

El profesor Mauro dio media vuelta y se adelantó para bajar el camino. Lo seguí. Cuando llegamos a la explanada que separa la dirección de los dormitorios y las aulas le pregunté: "ƑCuánto tiempo piensa quedarse aquí?" Su risa lo abarcó todo: "Creo que para siempre. Lo tengo decidido: seguiré en la nómina hasta después de que el Señor me jubile".

 

II

 

El lunes temprano, mientras desayunábamos, el profesor Mauro se mantuvo concentrado en los niños y varias veces preguntó por Rutilo. Dos semanas antes se había ido para visitar a su familia y aún no regresaba. "Ojalá que ese chamaco regrese", dijo mientras me ayudaba a recoger la mesa. Terminamos de ordenar los trastos y nos dirigimos a la explanada para hacer los honores a la bandera. Un segundo antes de que comenzáramos vimos descender por la vereda a Rutilo. Se nos acercó jadeando: "Se me hizo tarde. Allá arriba se cayeron tres árboles bien grandes y tuve que dar la vuelta para bajarme por los matorrales". Tuve tiempo de ver la dicha reflejada en la cara del profesor Mauro.

Era una mañana preciosa. Al coro de los niños entonando el Himno Nacional se mezclaba el canto de los pájaros y el rumor del viento cargado de humedad. Concluida la ceremonia, el profesor Mauro pidió a los niños un minuto más de atención: "La maestra Elisa tiene algo que decirles". El cansancio que me había dejado la noche de insomnio desapareció en cuanto me dirigí a los alumnos: "Me llegó la noticia de que en septiembre se hará el concurso de bandas en Las Albarradas. ƑQué les parece si participamos?". Los niños rompieron filas y manifestaron su entusiasmo con gritos y aplausos. Cuando al fin se restableció el orden me volví hacia el profesor Mauro: "ƑEstá de acuerdo en que concursemos?". El no respondió, pero vi sus ojos que estaban arrasados de lágrimas.

 

III

 

El recuerdo de aquella escena fue tan vivo que por un momento sentí que el profesor Mauro estaba inclinado sobre el escritorio, revisando partituras y proyectando el repertorio con que nuestros alumnos participarían en el siguiente concurso.

No era la primera ocasión en que sentía la presencia del profesor Mauro, muerto dos años atrás. Durante su velorio y su entierro lo acompañaron nuestra banda y las de los poblados vecinos. Del cementerio regresamos a la escuela como a las seis de la tarde. Sin ponernos de acuerdo permanecimos en la explanada hasta que anocheció. Era octubre y la luna estaba hermosa. "ƑVerdá que desde allí nos está viendo el profesor Mauro?", me preguntó Rutilo. Le respondí que sí. En ese momento los niños levantaron y agitaron los brazos para enviarle un saludo a su querido maestro. Entonces recordé la frase que me había dicho tiempo atrás: "No me iré de la escuela ni cuando el Señor me jubile".

La remembranza me dio conciencia de los años transcurridos y provocó mi deseo de estar físicamente cerca del profesor Mauro. Decidí visitarlo en el panteón. Está muy cerca de nuestro auditorio. El día que llegué a esta escuela y el director me llevó a hacer un recorrido por la zona le dije que me parecía macabra la proximidad entre la escuela y el camposanto. El me respondió: "Qué bien se ve que usted no es de por aquí". El comentario me hizo sentir extraña y hasta me ofendió. Mauro se dio cuenta y me dio una explicación: "Para nuestra comunidad indígena la música es lo más importante. Nos acompaña desde que nacemos hasta que dejamos este mundo y nos convertimos en otra cosa. Nosotros pensamos que nadie se va para siempre".

En aquel momento no comprendí lo que el profesor quería decirme. Después, cuando él murió, no solamente lo entendí, sino que sus palabras me sirvieron de consuelo. La idea de que él continuaba en la escuela, protegiendo un proyecto que a nadie más parecía importarle, me dio fuerzas para seguir adelante en los momentos difíciles.

Por ejemplo el domingo, cuando la maestra Obdulia me dijo que se iba de la escuela: "Quiero aprovechar que los niños están en San Jeronimito, porque si los veo no tendré valor para despedirme de ellos". Le dije que una vez, cinco años antes, había protagonizado una escena idéntica con el profesor Mauro: "Como tú, yo también quería irme". "ƑQué te hizo cambiar tus planes?". Repetí los argumentos con que el profesor Mauro me respondió la tarde que le hice la misma pregunta. Por la forma en que Obdulia me sonrió comprendí que había cambiado sus planes.

Era un triunfo del profesor Mauro y necesitaba decírselo. Corrí al cementerio, me senté junto a su tumba y le conté lo sucedido. Cuando regresé a la escuela los niños volvían de San Jeronimito. Les propuse que permaneciéramos en la explanada para darle un concierto al profesor Mauro. Aceptaron con gusto. La noche se estrelló con la música y pensé: "No me alejaré de estos niños ni siquiera cuando el Señor me jubile".