MIERCOLES 10 DE MAYO DE 2000
Ť Toto en el Auditorio Nacional
Honestidad, más que nostalgia
José Galán Ť Pocos conciertos de rock tan honestos como el que ofreció Toto la noche del lunes en el Auditorio Nacional. Una noche de gran música que no se dejó ganar por la nostalgia de algunos grandes éxitos en la radio, sino que ofreció a ese público mexicano tan fiel que abarrotó el lugar una buena dosis de ritmos que llevaron al respetable a bailar incluso a ritmo de funk.
Yo siempre pensé que se trataba de un grupo fresón, con canciones fáciles para adeptos sin complicaciones. En Toto no se trata de grandes experimentaciones como bandas tipo King Crimson o Pink Floyd, o del desguase a que nos tiene acostumbrados Aerosmith. No he cambiado mi opinión, pero le he retirado términos peyorativos. Son músicos profesionales que saben prenderse y no escatimar ningún esfuerzo a su público.
Y es que este grupo no sólo consiste en rolas como Africa, Rosana o Hold On The Line (šAguanta la Vara!), interpretadas para el fanático local. Realmente sorprendió con rolas como Mind Fields, que da título al último disco de una banda, cuyos integrantes se cansaron, en 1977, de fungir sólo como músicos de estudio en apoyo a grandes estrellas, y que decidieron conformar un grupo de rock dispuesto a coquetear con el pop.
ƑPor qué un concierto honesto?, me pregunta Amorzinho, bella asistente a esa noche de gala. Sencillamente porque los integrantes de Toto --el mítico Bobby Kimball en las vocales, Steve Lukather al mando de una guitarra nuclear, Mike Porcaro y su bajo de cinco cuerdas, el fundador David Paich en los teclados y Simon Phillips en replazo del baterista Jeff Porcaro, hermano de Mike, fallecido en 1992-- tocaron sin engaños, desnudaron su alma y celebraron, sí, celebraron poder llenar aún un lugar como el Auditorio Nacional el mismo día en que daba en México su presentación estelar la banda Oasis --esa que pretende, šimagínate!, remplazar a The Beatles. Menuda soberbia.
La voz de Bobby Kimball está realmente intacta. Con un registro de agudos hasta arriba, representa sin lugar a dudas el sonido original de una banda a la que dejó por 17 años, y a la que felizmente regresó. Y su contraste con la voz de Lukather es notorio, pero complementario. Las vocales del guitarrista son ásperas como el papel de lija, profundas, roncas como la pena que dan el blues y el alcohol. A su alrededor, la compañía de las voces tanto de David Paich como de dos hombres de coro --uno de ellos incluso lira al hombro-- crea-ron un clima que sólo pocas bandas en Estados Unidos son capaces de lograr.
Y como ya se la debían al público mexicano --qué gran audiencia, diría Steve Lukather luego de convertir a su lira en pura energía--, tocaron dos horas sin parar, intercalando solos de cada instrumentista como puente y dando descanso al resto de la banda entre rola y rola, a la manera de los antiguos, aunque con el riesgo de romper la magia que piezas como Rosana, la segunda interpretación de la noche, habían comenzado a tejer entre artistas y escuchas.
Es cierto que el Auditorio NHacional impone. Da solemnidad fuera de lugar a conciertos que requieren no sólo de espacio para bailar, sino también para reventarse a gusto, como sucede con el estimado teatro Metropolitan, más bohemio y soñador. Lo mismo sucedió esta vez. Tuvo el grupo que pedir al público que se pusiera de pie y que tomara el límite del escenario por asalto, como una retroalimentación que electrizó a los privilegiados de las primeras filas.
Y entonces todo cobró forma. El rock y su clientela. La música por todo lo alto, más allá del compromiso de una tocada más. El grupo comenzó a divertirse con su arte, a reventarse un buen concierto y a divertir a todos, tocando en familia.
Salvo la oferta de virtuosismo individual que hacía añorar una cerveza, todo lo demás fue rock puro, sin medias verdades. Los no tan chavos dieron todo, y eso es de agradecerse. Ahora que me acuerdo, me dan ganas de bailar otra vez.