CHIAPAS: LA TENSION QUE NO CESA
Desde el fin de semana pasado se han registrado diversos hechos de violencia en la llamada zona de conflicto de Chiapas: emboscadas en Chenalhó y Chalchihuitán y enfrentamientos entre campesinos en Chilón, con un saldo considerable de muertos y heridos. A esta violencia creciente las autoridades estatales y federales han respondido con acciones que agravan la tensión: un virtual cerco policiaco-militar a la comunidad de Polhó ųgobernada por un concejo autónomoų y extensos operativos de patrullaje rural, realizados por efectivos policiales y castrenses, con el propósito o el pretexto de decomisar armas. A ello debe agregarse el reciente amago de desplegar elementos de la Policía Federal Preventiva en la región de Montes Azules, con el pretexto de evitar o combatir incendios forestales.
Diversos funcionarios, desde el secretario de Gobernación, Diódoro Carrasco, hasta el procurador estatal, Eduardo Montoya, pasando por el fantasmagórico coordinador federal para el diálogo y la paz, Emilio Rabasa, han insistido en desvincular estos hechos del conflicto central chiapaneco, que es ųsigue siendoų la rebelión indígena iniciada el primero de enero de 1994 y a la cual el gobierno no ha querido aportar una solución efectiva y de fondo. De nueva cuenta se desempolvan las referencias a problemas intra o intercomunitarios e interfamiliares, semejantes a las esgrimidas por la Procuraduría General de la República para explicar, hace tres años, la matanza de Acteal. El procurador chiapaneco llevó esta clase de disquisiciones hasta el punto de afirmar que las tensiones y los hechos de sangre son consecuencia de una "pérdida de valores" en las regiones rurales de la entidad.
Tales argumentaciones son congruentes con la reiterada actitud gubernamental de minimizar la importancia de la insurrección indígena, pero omiten que la descomposición social que impera y se agrava en Chiapas es generada por la persistencia del conflicto irresuelto entre las comunidades indígenas zapatistas y las autoridades civiles priístas ųfederales, estatales, municipalesų y militares. Tal vez algunos de los hechos de violencia referidos sean producto de confrontaciones entre familias o de disputas por tierras; pero es inocultable que la mala fe del gobierno hacia el conjunto de las organizaciones indígenas ųzapatistas o noų que se oponen a la política oficial hacia la entidad, así como la militarización, la paramilitarización y los actos represivos de las autoridades, son, desde hace casi seis años, los factores centrales de la inestabilidad, la tensión y la violencia.
Las graves violaciones a los derechos humanos que se derivan de esas tendencias crean las condiciones propicias para el desarrollo de procesos injerencistas, como la declaración aprobada ayer por el Comité de Apropiaciones del senado estadunidense, el cual expresó su "decepción" ante el tratamiento gubernamental del conflicto chiapaneco, y la propuesta elaborada en la Cámara de Representantes del país vecino para condenar las violaciones a los derechos humanos en el nuestro. Las autoridades nacionales tendrían que entender que la defensa de la soberanía mexicana pasa, en estos tiempos de globalización, por el respeto a los derechos humanos, y no por la expulsión del país de observadores extranjeros que acuden a la zona de conflicto.
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