MIERCOLES 10 DE MAYO DE 2000
¤ Narrar los nombres ¤
¤ Esther Cohen ¤
Dedicada a la docencia y la investigación, Esther Cohen imparte la materia de metodología de la crítica en la Facultad de Filosofía y Letras y es investigadora de tiempo completo en el Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM. Se especializó en semiótica, en la Universidad de Bolonia, y en cábala, en las universidades de Jerusalén y Nueva York. Entre sus libros se encuentran Antología del Zohar y La palabra inconclusa, ensayos sobre la cábala. El fragmento de su nueva obra que publicamos aquí pertenece a El silencio del nombre, interpretación y pensamiento judío, que en breve estará a disposición del público. Agradecemos a la Fundación Cultural Eduardo Cohen y al sello editorial Anthropos la posibilidad de ofrecer a nuestros lectores este adelanto.
Carecer de nombre es pertenecer a la muerte: sin cualidades ni sombra, ni sueño, ni imaginación, ni alma. Carecer de nombre propio es mantenerse al margen de la vida, sustraerse a la alteridad del otro sin el cual el yo se desvanece en las sombras: el ser es relación y no sustancia. De ahí que el Innombrable de Beckett sufra el ''eterno tormento de morir", como diría Blanchot, a falta de un nombre que certifique su humana alteridad. Decir ''yo" es ocupar un espacio en el mundo; en este sentido, el nombre propio es la casa más íntima de todo sujeto y el lugar desde donde se emite todo discurso. Las letras que lo componen son ventanas de acceso al universo del sentido, desde donde se observa al otro y en el que ese otro intenta devolvernos -aunque de manera asimétrica- nuestra imagen: la casa es un espejo por donde mirar(nos) el mundo. En cierta medida, la cultura es como una gran ciudad, poblada de nombres propios que apuntan hacia diferentes direcciones; algunos son amplios y luminosos como casas ventiladas, otros son estrechos y altivos como alargados rascacielos, otros más se asemejan a construcciones oscuras y limitadas que apenas logran proteger del frío y del miedo, pero siempre y sin excepción, el nombre propio es, al menos en apariencia, la fortaleza o el instrumento primario de refugio con que el hombre cuenta, incluso en el caso de aquellos nombres como barracas de lámina y cartón.
La ciudad moderna, sin embargo, está llena de espacios baldíos y de terrenos bardados que no protegen nada. De espacios sin nombre. Las sociedades llamadas ''primitivas" no conocieron este aspecto de nuestra civilizada cultura. Todo nombre, y en este sentido todo hombre, formaba parte activa y sustancial del complejo rompecabezas que algunos etnólogos llamaban con desprecio la cultura salvaje de la civilización primitiva. La infancia de la historia está envuelta por un pensamiento mágico que Frazer, entre otros, no alcanza a valorar y cuya lógica se diluye, las más de las veces, en la mera descripción objetivante de una serie de creencias y rituales que no tocan sino superficialmente ese vasto universo mítico.
El nombre propio hace vibrar con intensidad las cuerdas más íntimas y sutiles del pensamiento mítico. El nombre, para estas sociedades, no es accidental ni arbitrario; por el contrario, representa una parte vital del hombre, no sólo como elemento de ''identidad" individual, sino comunitaria, es el tesoro más caro y a su vez el más temido. Es la guarida del alma. Ante él hay que ser cautelosos, aprender a ocultarlo, saber que la vulnerabilidad del alma depende de esta casa-espejo y que el peligro que acecha a un alma individual desencadena e involucra la vulnerabilidad de la comunidad en su conjunto.
La fuerza del hombre en estas sociedades radica precisamente en la capacidad de proteger -ocultando- la esencia del sujeto y de lo comunitario. El alma es un elemento fluido, escurridizo, inestable: puede escabullirse en el sueño, puede ser atrapada en su propia sombra, aprisionada en un espejo, o darse a la fuga al menor descubrirse del rostro.
De ahí que surjan cantidad de tabúes que conciernen concreta y específicamente al cuerpo: tabú del cabello, de las uñas, de la sangre, pero sobre todo, tabú del rostro, de la propia imagen, tabú de la mirada detrás de la cual se agazapa el alma temerosa. Con la misma fuerza con la que operan estas prohibiciones, la comunidad se impone el tabú de las palabras y, entre éstas, en particular de aquellas que designan un nombre propio. ''Cada egipcio recibía dos nombres conocidos respectivamente como el nombre verdadero y el nombre 'onomástico', o el nombre grande y el pequeño; mientras el 'onomástico' o pequeño era público, el verdadero o grande parece que se ocultaba cuidadosamente. Un niño brahmán recibe dos nombres: uno de uso común y el otro secreto que sólo sus padres conocen" (Frazer, 291).
Conocer el nombre ''grande" o ''verdadero" de un individuo es poner al descubierto sus más ocultos secretos y sus más íntimos deseos. Pronunciarlo es desnudar al otro y desarmarlo; la fuerza de la palabra, herencia mítica que recogerá la tradición bíblica, es tanto o más potente que la espada asesina, porque la muerte se desliza con facilidad entre los intersticios de la lengua y hiere con mayor fuerza el corazón mismo de la sociedad. La palabra y el nombre propio en particular se consideran blancos inexorables de la muerte y, paradójicamente, son a su vez la coraza que los protege de ella.
Pero este aspecto resulta aún más azaroso en la medida en que en estas sociedades prácticamente todas las palabras comparten la suerte del nombre. Actúan como nombres propios. Lotman subraya que este rasgo es también característico del lenguaje infantil; es decir, que cada cosa vive sustancialmente desvinculada de las otras en una suerte de santuario autónomo. Y en esta perspectiva, continúa Lotman, ''el hecho de que el espacio mitológico esté lleno de nombres propios confiere a sus objetos un carácter realizado y definido, el espacio mismo está delimitado. En este sentido, el espacio mitológico siempre es pequeño y cerrado, aunque el mito por lo general conlleve dimensiones cósmicas" (Lotman, 119). De ahí, entonces, que la cultura y el espacio primitivos se construyan siempre con mayúsculas, de ahí, como apunta Lotman, la fuerte inclinación por la homonimia que presentan estas sociedades.
El universo mítico del sentido es, pues, en su base, monumental y sagrado. Todo encuentro entre términos es una relación de titanes, de letras capitales; el nombre propio no representa nada, no hay una verdadera conciencia del signo lingüístico; éste es la cosa -alma o sujeto- y no existe por lo tanto el abismo entre el hombre y la naturaleza, porque se trata siempre de una naturaleza antropomórfica o de un hombre naturalizado. Aquí radica el peligro. La muerte que toca a un miembro particular de la comunidad, que siendo individual comparte la suerte del clan, es necesariamente motivo de angustia; concebida la sociedad como un tablero de piezas nominales fuertes, la desaparición de una de ellas puede llevar al tan temido caos; el clan teme su propia destrucción y para evitarla acude a su poder mágico: la nominación. La capacidad de nombrar y de renombrar, en esta perspectiva, adquiere dimensiones de fuerza incalculables. En la medida en que el lenguaje no es mero instrumento de comunicación sino la posibilidad misma de existencia de los objetos y de los hombres, el gesto de nombrar se convierte en un acto sagrado: crea y recrea el universo.