La Jornada lunes 8 de mayo de 2000

Hermann Bellinghausen
Pueblo Redondo

Vencido por el peso del cuerpo, Belarmino entró al pueblo. Pasaba la media noche y el camino no era amigable. Usted sabe, los coyotes. Un camino desierto en el desierto es dos veces desierto. Ya lo había cansado el arrullo de los tecolotes en las arboledas pelonas, y se aburría de alucinar las palmas como hombrecitos o gigantes que corrieran a los lados de la carretera en sentido contrario. Un catre, un techo, una noche, pensaba de fijo siguiendo la luz de sus faros. Es fácil imaginarlo.

El pueblo no venía en su mapa. En Nueva Córdoba le dijeron que lo encontraría en el trayecto. Y de sólo entrar le pasó lo que a todos: se perdió. Al rato de manejar por las calles a oscuras descubrió que daba vueltas. Y vino a parar al hotel.

Redondo es bastante distinto, ya ve. Nueva Córdoba, Alamitos, La Marca y la ciudad de Arena en la frontera están trazados en rectas y rectángulos, y abundan espacios abiertos. Aquí las casas están pegadas entre sí, no dejan patio sin muro, y las calles y andadores se trazan en curva. Se debe a que pega más recio el viento. No tenemos el "se va aquí derecho, a tantas cuadras, y en esa esquina dobla", es un lugar enredado.

Toda curva lleva inclinación. Las nuestras son concéntricas pero de avance quebrado. Si las mirara usted de arriba, le darían la impresión, falsa, de un caracol. A lo largo de la carretera Cuatro Cuarenta no hay otro lugar que se le parezca, ya se habrá dado cuenta. Pueblo de a tiro, más caballos que carros, pero no soy el único que abre las 24 horas. Los Luquín venden víveres, y si encuentra cerrado es cosa de tocarles. La cantina del Cholo cierra de mañana, y sólo para trapear. Si quedan clientes, Cholo los sigue despachando. Pasa mucho chofer aquí, traileros.

Eso, sin contar la maquiladora que pusieron con chinos del otro lado del cementerio. Se trabaja ropa los tres turnos, y aunque hasta los obreros se trajeron de su país los patrones, alcanzan a emplear chamacos, señoras y señoritas del pueblo, eventuales, mal pagados, pero algo. No verá muchos hombres, ya tiene años que se van al otro lado la mayor parte del año.

Belarmino estacionó su combi polvosa en la puerta, y bajó todo oxidado, estirándose para recuperar el orden de los huesos. La puerta del hotel la mantenemos siempre con luz prendida. Los niños y mi señora se habían ido a dormir. Sólo Sara, mi hija mayor, había quedado viendo televisión conmigo. El tal Belarmino entró y miró a Sara antes que a mí. Los hombres siempre miran primero a las mujeres, más si son jóvenes, y más si uno es viejo. Y más si la mujer es Sara.

Preguntó si había cuartos. La muy malora lo puso a parir chayotes; dijo: estamos llenos. Me aguanté la risa. Belarmino resopló de impaciencia. Sara revisó los registros, como si tuviéramos muchos, hizo que encontraba uno, todavía me preguntó si teníamos apartado el 10, y le dijo vienes con suerte, chato, hay uno, cama doble, vale 150, pero te lo dejo en 70.

Lo que sea, dijo Belarmino, dónde firmo. Volteó a verme, hasta entonces dijo buenas noches. No creo que pensara en otra cosa que dormir. Subió con Sara, que llevaba las llaves. Buenas noches, volvió a decir. Dejó en la recepción la estela de su cansancio y el polvo que le caía de los hombros.

Sara tardó un rato. Prendió el ventilador antes de sentarse a seguir viendo la película. Es un escritor, me dijo. Y qué hace aquí un escritor, pregunté. Sara dijo que venía a hacer entrevistas. Para entrevistas estamos, dije. De la maquiladora, dijo ella. O sea que viene a causar problema, dije. Eso parece, dijo Sara, pero no se ve mala gente. Esos son los más peligrosos, dije. Como si los manejos de la maquiladora me incumbieran. Como si no supiéramos todos que allí pasan cosas raras. Problemas, dije yo y le subí al volumen. Sí, problemas, dijo ella como si la idea le divirtiera. Y ya ve. Ahora hasta abuelo voy a ser.