DOMINGO 7 DE MAYO DE 2000
* La sonrisa de Maquiavelo *
* Maurizio Viroli *
La coyuntura política hace más atractivo un libro de por sí fascinante: La sonrisa de Maquiavelo, una biografía brillante realizada por el investigador italiano Maurizio Viroli, quien en breve vendrá a México a presentar este volumen, del cual ofrecemos, como una primicia para los lectores de La Jornada, un adelanto, con la autorización de Tusquets Editores. Fundador de la moderna teoría política y astuto diplomático, Nicolás Maquiavelo (1469-1527) ha dado su nombre a una forma de hacer política. De acuerdo con su biógrafo Viroli, ha pasado inmerecidamente a la historia como un defensor del cinismo y la crueldad como formas de actuación política. El autor busca convencernos de que la sonrisa del autor de El Príncipe se debía más al desencanto que al cinismo. Con ustedes, Maquiavelo:
Dijo haber visto en sueños a una multitud de hombres, mal vestidos, de aspecto mísero y que daban muestras de sufrimiento. Les preguntó quiénes eran, y ellos le contestaron: "Somos los santos y beatos, vamos camino del paraíso". Vio después a una muchedumbre de hombres de aspecto noble y grave, ataviados con ropajes solemnes y que solemnemente debatían importantes problemas políticos. Entre éstos reconoció a los grandes filósofos e historiadores de la Antigüedad, que habían escrito obras fundamentales sobre la política y los estados: entre ellos a Platón, Plutarco y Tácito. También les preguntó quiénes eran y hacia dónde se dirigían. "Somos los condenados del infierno", le contestaron. Concluido el relato, explicó a sus amigos que prefería, con mucho, ir al infierno para conversar sobre política con los grandes hombres de la Antigüedad, antes que ir al paraíso a morirse de tedio con los santos y beatos.
Este sueño evoca a otro, el célebre "sueño de Escipión" que Cicerón había relatado en su tratado sobre la república. Escipión el Mayor ųsegún narra Cicerón- se apareció en sueños a su sobrino Escipión Emiliano y le dijo que "a todos aquellos que han conservado, ayudado y engrandecido la patria les está asegurado en el cielo un sitio particular, donde los beatos gozan de la eternidad; efectivamente, nada más agradable para aquel primer dios, que gobierna el mundo, por lo menos lo que ocurre en la Tierra, que las reuniones y confraternidades de los hombres asociados en el derecho, que reciben el nombre de repúblicas; y sus gobernantes y conservadores, que de aquí partieron (de la Vía Láctea), aquí regresan".
Maquiavelo, que conocía bien el "sueño de Escipión", en su lecho de muerte quiso legar una versión propia del relato, con distinta moraleja. En su sueño los grandes hombres que fundaron, gobernaron bien y reformaron repúblicas con sus obras y con sus escritos, no gozan con beatitud de la eternidad en el sitio más luminoso del universo como en el sueño antiguo. Van en cambio al infierno, porque para llevar a cabo las grandes obras que los inmortalizaron violaron las normas de la moral cristiana. Pero en la burla de Maquiavelo el infierno se vuelve más bello e interesante que el paraíso, si allí están los grandes hombres de la política. Con su relato, Maquiavelo quiso reafirmar la moraleja del sueño de los antiguos, es decir, que los verdaderos políticos son similares a los dioses y merecen gloria perenne, y, al mismo tiempo, se burló del pa-raíso y del infierno cristianos.
No sabemos con certeza si la historia del sueño de Maquiavelo es verdadera o inventada, pero he querido recordarla porque creo que es la mejor manera de presentar al hombre cuya vida e ideas me dispongo a relatar. En el relato del sueño, efectivamente, aparecen todas las cualidades de Maquiavelo: burlón, irreverente, dotado de una sutilísima inteligencia; poco preocupado por el alma, la vida eterna y el pecado; fascinado por las cosas y hombres dotados de grandeza. Grandes eran para él, sobre todo, los príncipes y quienes gobernaban las repúblicas; los hombres que dieron buenas leyes a sus pueblos, que los rescataron de la esclavitud y los convirtieron en pueblos libres, como Moisés. Grandes eran las peripecias de los estados y gobiernos que disponían acerca de las vidas y los destinos de tantos hombres. Grande era, en resumidas cuentas, la política para Maquiavelo. No tiene nada de raro que, a punto de morir, dijera que prefería el infierno en compañía de los grandes políticos antes que el paraíso al lado de los santos.
Lo raro, en todo caso, es que en esos últimos días haya encontrado fuerzas para bromear. Al morir, Maquiavelo es ya un hombre triste, decepcionado, resignado. Tiene casi sesenta años. El rostro se muestra fatigado; los labios tienen un pliegue amargo; los ojos han perdido la expresión inteligente, burlona, irónica que nos han legado los retratos que lo representan en los años de su madurez. La mirada está dirigida hacia el vacío, los pensamientos hacia el pasado. Ya no tiene el porte erguido y seguro con que se había presentado ante los príncipes, papas, reyes y emperadores; el cuerpo está encorvado por los afanes: demasiados viajes cabalgando día y noche; demasiados peligros afrontados y demasiadas esperanzas decepcionadas, demasiados sueños jamás realizados. Demasiada, sobre todo, la estupidez, la malignidad y la ferocidad de los hombres que se encarnizaron contra él.
Durante toda la vida había gastado sus mejores energías en convencer a los poderosos de Italia de que librasen al país de los extranjeros que en él se enseñoreaban con sus ejércitos. En cambio, pocas semanas antes de su muerte, se había llevado a cabo el último y más grave acto de la tragedia italiana. El 6 de mayo de 1527 un ejército formado por la infantería española y los terribles lansquenetes alemanes, al mando del duque Carlos de Borbón, toma por asalto las murallas de Roma. En defensa de la ciudad hay sólo una patética mesnada de pobres diablos mal armados, reclutados en los establos de cardenales y prelados, en los talleres de los artesanos y en las tabernas. El Papa, que pocos meses antes ha despedido a sus tropas, se guarece en Castel Sant'Angelo. Tras unas pocas horas de combate, Roma cae en manos de los españoles y de los lansquenetes: los primeros, sedientos de violencia y botín; los segundos, fervorosos protestantes, de violencia, de botín y de venganza contra los odiados católicos. Es el saqueo de Roma.
Maquiavelo había visto bien qué habían de hacer los poderosos de Italia para evitar semejante tragedia. Nadie le había prestado oídos. ƑQué otra cosa, entonces, quedaba por hacer, sino reír y contar una historia como la del sueño? Pero era una sonrisa que no calentaba el corazón ni lo aliviaba de las penas; reía por no llorar. Era una risa que enmascaraba, sin resolver, el desdén contra la injusticia y el absurdo de un mundo donde quien manda no sabe proteger a los hombres y las mujeres que están bajo su gobierno: de la guerra, de la violencia, de las humillaciones, de la miseria, en tanto que quien sabría gobernar y frenar la ambición y la crueldad de los hombres mediante buenas instituciones, buenas leyes y bien disciplinados ejércitos, no es tenido en cuenta porque es pobre, o porque no proviene de una familia noble, o porque no tiene amistades influyentes.
Esta fue la condición de Maquiavelo: "Nací pobre y aprendí antes a pasar dificultades que a gozar". No quería decir que le hubiese faltado el pan, aunque a veces tenía que conformarse con pobres alimentos. Definiéndose como pobre, Maquiavelo se situaba entre aquellos que no pertenecían a las grandes familias, y que, por tanto, quedaban excluidos de ser elegidos para cargos públicos o de enriquecerse en los negocios. Parentesco y amistades lo eran todo. Quien no los tenía había de resignarse a mantenerse al margen, por muy grandes que fuesen sus cualidades: y en Florencia, quien no tiene poder "no encuentra perro que le ladre", escribió Maquiavelo en La mandrágora, su más bella comedia, que compuso en 1518.