VIERNES 28 DE ABRIL DE 2000

 


* José Cueli *

Muros de silencio

A un año de que irrumpió la huelga en la UNAM y de cara al congreso universitario, la sensación que envuelve a la comunidad de esa casa de estudios es de zozobra. Confusión y desesperanza amenazan con invadir de manera irremediable nuestro espíritu universitario, golpeado y maltrecho pero que no se resigna a claudicar e intenta buscar salidas coherentes y racionales para rescatar lo que a veces aparece como irremediablemente perdido.

Los intentos de diálogo y conciliación se estrellan contra la violencia y la intolerancia; los intentos de pensamiento reflexivo se encuentran con actuaciones agresivas difíciles de comprender. No menos complejo ha sido y es desentrañar desde dónde y para qué se ha orquestado esta escalada de violencia que mina los cimientos de la UNAM.

Ríos de tinta han corrido, horas y horas de esfuerzo e intentos de establecer el diálogo han terminado cual diabólica torre de Babel, donde nada se entiende, todo se complejiza y oscurece, y las palabras y las ideas se depletan de sentido. La voz de los universitarios que en algún tiempo se caracterizaba por ser palabra plena y fuente de creatividad, hoy es palabra vacía entre cuyos silencios se trasluce el rencor, la frustración y el desencanto.

Parece que la fantasía de reconstrucción de nuestra universidad se nos escapa de las manos, segundo a segundo, y lejos de revitalizar su estructura permitimos que se erijan en torno de ella, víctima de la violencia, muros de silencio.

Convendría recordar, si aún podemos albergar la esperanza de que entre el grito y el lenguaje se halla el acto de la palabra.

Reflexionando con Gori, lo experimentado en los fallidos intentos de diálogo semejan un atrincheramiento en la coraza del lenguaje, que marcan una plétora de signos intraducibles y pareciera que lejos de traducir había que exorcizar, como girando entre el silencio, el grito, la actuación o el error (Lacan). El equilibrio necesario entre el grito y el lenguaje, el cuerpo y el código, la subjetividad y la objetividad sufrieron atentados y quebrantos una y otra vez.

Las múltiples correcciones demandadas para las actas de los encuentros (rayando en lo absurdo) fueron claro ejemplo de un aferramiento al formalismo del lenguaje que sólo conducía a la alienación de unos y otros y desembocaba muchas ocasiones en lo insensato de las actuaciones y agresiones verbales y corporales.

La palabra perdió su cualidad esencial, su valor comunicativo pareciendo tener sólo una producción excesiva y confusa de sentidos y sonidos, puesta al servicio de evacuar una angustiante realidad interna plagada de fantasmas y en franca oposición a los procesos de simbolización.

Ante tales circunstancias la palabra no fue ya un medio de expresión y de comunicación sino que se tornó, entonces, en vocerío insensato. La palabra plena, que diría Lacan, devino vacía.

Lejos de sentar las bases para reparar las graves fisuras en la estructura de nuestra universidad, pareciera que conseguimos erigir murallas de silencio detrás de las que se agazapan el temor, la desesperanza y la violencia.

Ahora sólo nos queda preguntarnos si aún podemos albergar alguna esperanza sobre el futuro de la UNAM.