Carlos Martínez García
Docetismo mexicano
LOS DIAS SE PRESTAN para reflexionar acerca de la cristología del pueblo mexicano. Es decir, intentaremos hacer un acercamiento a la imagen y concepto predominantes que de Jesucristo tiene la cultura mayoritaria, la católica. En contradicción de lo que afirma la alta burocracia del Espiscopado, los mexicano(a)s tienen referencias difusas y distorsionadas de Jesús, por desconocer la fuente primaria que de él se ocupa: el Nuevo Testamento.
En una de sus frecuentes y lúcidas observaciones, José Emilio Pacheco escribió: ''Luis Cernuda lamentó la ausencia de Grecia en la cultura española. Por razones de cristianismo contra paganismos y de moralidad sexual nos privaron de Grecia como nos despojaron de la Biblia para impedir el contagio protestante'' (Proceso, 22/V/1989). No disponemos del espacio para ilustrar cómo la Inquisición perpetró el despojo cultural en la Nueva España, incorporándonos por la puerta de atrás a un modelo de organización social que se estaba resquebrajando en Europa, pero que se implantó por más de tres siglos en el nuevo continente. El cordón sanitario que España tendió alrededor de sus dominios en nuestras tierras, tuvo como primacía evitar el contagio de la ''herejía luterana'' y su consustancial derecho a examinar las cuestiones de fe mediante el acceso directo a la Biblia por parte de los creyentes.
Los efectos de que en el imaginerío popular el Cristo mexicano tenga escasa conexión con el Jesucristo de los Evangelios, se deben a que la construcción del primero se basa en tradiciones y anécdotas cuyas referencias tienen muy poca relación con los documentos neotestamentarios. Fue un misionero protestante escocés (discípulo de Unamuno y amigo de Haya de la Torre y del marxista José Carlos Mariátegui), John A. Mackay, quien elaboró una radiografía sobre la espiritualidad latinoamericana y su escasa relación con el Jesús de la Biblia. Mackay hizo un estudio cultural (publicado a principios de los 30), después de haber interactuado con el mundo iberoamericano por más de dos décadas, en el cual concluye que son dos imágenes de Jesucristo en las que se resume la aprehensión que de él tiene la cultura católica mayoritaria de América Latina. La primera es la de un niño recién nacido, que llama a ser protegido.
La segunda es la de un ser flagelado hasta el desfiguro, la de un moribundo que mueve a conmiseración. Ambas imágenes ignoran, marginan, al Jesús vivo que, argumenta Mackay, provee a sus seguidores de un programa ético que tiene determinados efectos culturales. El Cristo recién dado a luz y el sangrante a punto de expirar, mueve a tiernos y doloridos sentimientos pero es prácticamente irrelevante en asuntos éticos que la vida plantea a quienes se dicen sus seguidore(a)s.
Por carecer de referencias sobre el Jesús vivo y actuante, al que los Evangelios dedican su mayor parte, la cultura católica mexicana profesa una especie de docetismo. Esta corriente estuvo presente desde los tiempos de la Iglesia primitiva, y consiste en concebir a Jesucristo como un ser con apariencia humana, pero sin ser realmente una persona de carne y hueso. Para el docetismo, por sus fuertes ligas con el pensamiento griego, era inconcebible asumir plenamente la enseñanza cristiana de que un ser pudiera unir la naturaleza divina y la humana. Por lo mismo, los docetistas se explicaban el acontecimiento de Jesús de manera distinta a como lo hicieron quienes escribieron el Nuevo Testamento. Al no asumir la encarnación integral de Jesús, los docetistas se quedaron con un personaje etéreo, al que consideraban su guía para cómo vivir en el cielo, pero nulo ejemplo para convivir en la tierra.
Para frustración de los jerarcas católicos, y en buena medida gracias a su gestión pastoral, la feligresía de la Iglesia mayoritaria es docetista y/o atea práctica. O bien tiene una devoción hacia un Cristo que se restringe a los polos de su nacimiento y muerte, o profesa un cristianismo superficial que nada le dice a cómo normar su vida cotidiana. En este cristianismo diluido, incluso conviven prácticas que son la negación de la fe que se dice seguir.
Ejemplo de ello lo son los múltiples santos patronos de carteristas, narcotraficantes y sicarios, entre otros. Los clérigos le exigen a sus feligreses una conducta cristiana, cuando fue por obra histórica de ellos mismos que el Cristo que podía proveer a sus seguidores de una ética de servicio, justicia y verdadera solidaridad fue secuestrado en los navíos de los colonizadores.
En su lugar llegó un personaje imperial, ávido de tesoros y arrasador de las culturas indias.
Tal vez estos días sean una oportunidad para hurgar tras el Cristo del docetismo mexicano, para intentar acercarse a una figura velada por la tradición, pero viva y vivificante según el Nuevo Testamento.