La Jornada martes 18 de abril de 2000

Ugo Pipitone
Diario italiano

Las elecciones administrativas del domingo pasado produjeron un claro triunfo de la derecha. Hasta la semana pasada, la izquierda gobernaba nueve regiones y la derecha seis. Después del voto, las tablas se han invertido: ocho a siete a favor de los conservadores. Una derrota severa para el gobierno progresista que en los últimos años guió el país hacia el cumplimiento de las duras condiciones de acceso a la moneda única europea, que favoreció el saneamiento de finanzas públicas siniestradas por décadas de corruptelas y clientelismos, y emprendió reformas fiscales y administrativas de gran valor.

Para los electores, sin embargo, todo esto no fue suficiente, y la izquierda sale derrotada por un frente conservador capitaneado por Silvio Berlusconi (el magnate televisivo) y compuesto por tres partidos fundamentales: el suyo propio (en sentido casi estrictamente patrimonial), la Liga Norte de ese líder de hostería que se llama Umberto Bossi, y los postfascistas cuyo líder máximo sigue considerando a Benito Mussolini como el hombre político más notable de la historia italiana del siglo XX.

A esta mixtura, de discutible dignidad, hay que añadir un par de minúsculos partidos católicos sobrevivientes del naufragio de la antigua Democracia Cristiana.

Esta amalgama de John Wayne empresariales, neosecesionistas norteños, nostálgicos del Duce, católicos de derecha y políticos que miran con más interés hacia "América" que hacia la construcción europea, supo expresar algo que la mayoría de los italianos considera hoy deseable. ƑCómo ha sido esto posible? Busquemos explicaciones.

La primera posible explicación es que la coalición de izquierda, encerrada en los inevitables equilibrismos del sistema constitucional italiano, estuvo más ocupada en conservar su precaria unión interna que en proponer una imagen reformadora fuerte a los ciudadanos.

Los juegos parlamentarios necesarios para conservarse en el gobierno terminaron por hastiar a un electorado cada vez más alejado de los ritos de una política insoportablemente bizantina. Resultado: hoy el abstencionismo castiga más la izquierda que la derecha.

La segunda observación es que la campaña electoral de una derecha que optó a favor de tonos de guerra fría --con Berlusconi que se proponía a sí mismo como un cruzado contra el "comunismo"-- entró en sintonía con amplios sectores del electorado dominados por el temor y el rechazo de la inmigración, la rebeldía fiscal y una voluntad de independencia administrativa local que esconde el rechazo de la solidaridad fiscal entre regiones con diferentes grados de desarrollo y de bienestar.

Digámoslo rápidamente: racismo latente, rechazo de la solidaridad como valor civil fundamental y confianza en una receta neoliberal de valor taumatúrgico. He ahí los elementos que han producido un encuentro feliz entre los sectores culturalmente más atrasados de la sociedad italiana y una derecha que es capaz de ennoblecer este atraso a través de tonos de virtuosa cruzada ideológica.

Hay momentos en que la democracia expresa lo peor de las sociedades. Hoy Italia parecería atravesar por un momento de este tipo. Las resistencias a la convivencia con hombres y mujeres de otro color y otra cultura, el creciente fastidio contra los impuestos y un neoliberalismo ingenuo visto como panacea para todos los males, son las tres coordenadas en las cuales una sociedad cansada de política y una derecha con pocos frenos morales establecen una preocupante convergencia.

En la Italia de hoy el populismo se ha convertido en valor de una derecha que sin ruborizarse es capaz de desempolvar la vieja idea de la curva de Laffer, según la cual a menos impuestos corresponde una mayor recaudación fiscal, y otras amenidades del mismo estilo.

Viene la tentación de pensar que, tal vez, lo mejor que podría hacer hoy la izquierda italiana sería llamar a elecciones anticipadas y, consiguientemente, entregar el gobierno a la derecha. Si la mayoría de los italianos quieren un gobierno conservador, negárselo podría ser la forma de atrasar el sano, si bien brutal, aprendizaje derivado de las consecuencias de las propias predilecciones.

Hoy la mayoría de los italianos parece merecer a Berlusconi, vendedor de maravillas neoliberales y de milagros baratos de feria medieval. En una pedagogía democrática algo despiadada, tal vez lo mejor es que tengan lo que quieran y aprendan, en la marcha, lo que tengan que aprender.