LUNES 17 DE ABRIL DE 2000
Ť Sólo errante puedo estar con todos los que amo Ť
Ť Eliseo Alberto Ť
En estos días empieza a circular en México la nueva novela del escritor cubano Eliseo Alberto, titulada La fábula de José. Por cortesía de Alfaguara, ofrecemos a nuestros lectores un adelanto
Dios quiera que exista Dios. Por esas tristes cosas de la vida, el domingo 13 de febrero de 1983, víspera de San Valentín, el emigrante José González Alea se vio obligado a matar a un hombre en defensa del amor, que es una legítima manera de matar en defensa propia. Tendría siete mil trescientas noches para olvidar el episodio, y por fin lo lograría, pero durante mucho tiempo no hizo más que recordarlo. Aquel martes, mientras esperaba en su celda la visita del padre Anselmo Jordán, José se propuso sacarle jugo a su mala memoria y en esta ocasión logró el zumo de tres gotas amargas: la sombra de Dorothy Frei (la pequeña Lulú) desdibujada entre los claroscuros de la estancia, los ojos de su muerto en el momento en que él le clavaba una trincha de carpintero y la voz del juez al dictar sentencia. El testimonio de la muchacha hubiera influido en la decisión del jurado, según dijo el abogado de oficio. En apego a derecho, José prefirió proteger la identidad del único testigo que pudo probar su inocencia. Con tal gesto de honor, propio de un caballero de diecisiete años, ilusionado hasta la estupidez, renunció a la libertad y a la juventud. Ahora iba a cumplir treintitrés y no tenía a quien confiar su espanto. Por orden del alcaide, esa mañana le dejaron permanecer en el camastro más horas de lo establecido; después del almuerzo, se quedó en el comedor, sin respetar las voces de salida, y cuando se le acercaron los custodios formuló una petición sorprendente: "Quiero ver a Anselmo", dijo y devolvió la bandeja intacta. Nadie se opuso. Al atardecer, los presos lo oían cantar la misma rumba de siempre, una y otra vez: Billy the Kid se casó con la pequeña Lulú... José era cubano. De Atarés, un barrio duro. Los rayos del crepúsculo entraban por la claraboya e iluminaban fragmentos de un mural que él había grabado en la pared. Alrededor de una bahía de boca estrecha se abanicaba una ciudad barrigona, presidida por un Cristo de cal que asomaba el rostro sobre un campo de radares.
José dio un salto y a fuerza de brazos logró alcanzar la claraboya: el sol naranja -y Dorothy Frei a la distancia-. La había visto por primera vez en una discoteca de Caracol Beach, la Nochebuena de 1982: sus senos de dieciocho años cabalgaban bajo una camiseta ligera. Tenía el pelo corto y la nariz finita. El cubano embobeció en treinta segundos de ingrávida contemplación. Apenas pudo decirle unas palabras antes de que escapara en una motocicleta, abrazada a un joven musculoso, y a él le quedó un reconcomio en el cuerpo que nada lograba aplacar, ni los cocimientos de tilo ni las caminatas nocturnas por la playa. Durante un mes y dos semanas la buscó en los antros del balneario, fiesta a fiesta, y vino a encontrarla en una estética unisex de Santa Fe, donde Dorothy trabajaba de peluquera; aquel tropiezo casual resultó la prueba que necesitaba para convencerse de que, por fin, iba a ser feliz. En siete días se hizo cortar el cabello cuatro veces: la última salió del salón rapado como una estrella de los Bulls de Chicago. Su padre, el carpintero Menelao González, tuvo entonces la evidencia más clara de que el muchacho cruzaba un barranco difícil. Cuando un acróbata pajarea de columpio en columpio sin redes de protección, la mejor manera de brindarle ayuda es rezándole a San Telmo, patrono de los viajeros. Eso hizo Menelao. Había memorizado la plegaria en las semanas previas a su fuga de Cuba y se aficionó a sus versos de manera obsesiva. Entre la Navidad y la noche antes de San Valentín, su hijo desatendió el trabajo en la carpintería. Andaba por el limbo. "El Ahorcado te pisa los calcañales", dijo una cartomántica en un café turco y sus predicciones reafirmaron lo visto por las manos del viejo Perucho Carbonell, su padrino de bautizo, a quien consultó en el Asilo Masónico de Santa Fe. Lo encontró en la pérgola de las azucenas, tejiendo unos guantes para el invierno: "Tu piel, muchacho, tiene la temperatura de una iguana." Desde que la diabetes lo dejó ciego, Perucho veía a través de las yemas de los dedos. "Prométeme que harás lo contrario de lo que desees: cuando vayas a decir sí, niégate, si mueres de sueño, desvélate, si te da hambre, chupa naranjas. Todo lo que ansíes, será en tu contra", dijo y guardó el estambre. Al oír los pasos de su ahijado alejándose por el corredor, supo que nada ni nadie podría detener la avalancha de dolor que se le venía encima. No hubo que esperar mucho: distraído por el imán de un sentimiento incontinente y secreto, José daba muestras de que el amor puede desquiciar al hombre en un abrir y cerrar de ojos: unía las patas de las sillas en los estribos de los escaparates y cepillaba los tablones hasta dejarlos del grosor de una cartulina. En una puerta donde debía esculpir un trébol de tres hojas, punteó la caricatura de Tribilín comiéndose un pastel de fresa. "Le zumba el merequetén, hijo: no estás en las nubes ni por las ramas sino por las ramas de las nubes", dijo Menelao: "Un hombre con tus destemplanzas debería dedicarse a construir cunas." En cambio para Regla, la hermana mayor de José, no había dudas: si mojaba zanahorias en el chocolate del desayuno y zurcía los rotos de los pantalones por lo sano y tallaba la letra ele en los cocoteros, era que estaba idiotamente enamorado porque sólo los enamoradamente idiotas salen a la calle con la camisa mal abotonada, la portañuela abierta, el cinturón por fuera de la trabilla y los zapatos fajados, el derecho negro y el izquierdo carmelita.
-Vístete bien, mi hermano. Mira para eso. Pareces un espantapájaros. ƑQué va a pensar la peluquera? Cuando aterrices en la realidad, te vas a dar tremendo trancazo.
-No me esperen a dormir.
José olía a agua de lavanda.
-Suerte, hijo. ƑTienes dinero? -dijo Menelao.
Suerte. José conquistó a la pequeña Lulú en los cielos de un cine, donde se las ingenió para adelantar algunas caricias en la loca carrera de ser feliz. Se sentía tan libre en su escondite que se atrevió a amasarle el seno derecho y ya nada pudo frenar las ganas de hacerla su mujer. Su primera mujer. Su primera hombría. Poco se enteraron de los amores indochinos que contaba la película, porque ellos se dedicaron a comerse a besos en la última fila, mientras compartían una bolsa de rositas de maíz. Algunos de los afligidos espectadores deben haberse preguntado por qué esos dos muchachos bailoteaban por el vestíbulo si los protagonistas habían muerto en el Golfo de Tonkín, al sucumbir el junco que los conducía hacia el porvenir. José y Dorothy Frei terminaron de calentar calderas en una banca de Coral Park, cercana a la rotonda de la fuente, y entre jirones de rumbas que el cubano había oído en los bembés de Atarés, se convencieron que el sexo no debía ser un pecado, como pensaba ella, sino tal vez un milagro, como quería él. Billy the Kid se casó con la pequeña Lulú..., cantaban. Fue entonces que el castillo en el aire se derrumbó con un vaho de terror. Un borracho pretendió abusar de Dorothy Frei a punta de pistola. Durante el juicio se sabría que se llamaba Wesley Cravan, veintiún años, futbolista americano, sin antecedentes penales, y que desde el mediodía había estado bebiendo en los sótanos de un bar rocanrolero, con la clara intención de ahogar un suplicio que nunca se pudo descifrar. Ya daba igual, al menos para Wesley Cravan, porque en el momento del asalto fue tanto el miedo que José le hundió cuatro veces la trincha de carpintero. El quarterback ganó un par de yardas y se tumbó tras un rosal, bocarriba. Tenía ojos de sapo. José le tiró la chamarra en la cara. Lulú temblaba.