La Jornada lunes 17 de abril de 2000

Hermann Bellinghausen
Miedo al sueño

Era como si sus párpados hubieran sido picados por espinas y el sueño no pudiera aposentarse.

Bashar Ibn Burd, siglo VIII

La niebla se levanta lentamente sobre Comitán, esta mañana de tantas. Qué largas pueden ser las noches aquí, o en cualquier parte. Rufina no ha pegado el ojo. ƑAcaso alguna vez? Ultimamente nunca, y es que la nueva vida. No se atreve a decirse en qué "clase de mujer" se ha convertido, como le escupía se madrastra allá en la casa, jacalito junto al mar, donde nació y de donde la trajeron. "La Rufis" le dicen ahora y odia. Las otras son más putas, pero tienen mejores nombres. Tampoco le gusta aquí la forma en que pasa el tiempo. Ya te irás acostumbrando, dice doña Reina cuando la encuentra en llanto, sin hallarle gusto al trabajo. ƑSerá eso un trabajo?

En las otras ve que podría divertirse, pero en ella siente sólo vergüenza. Trata de no pensar, como haría cualquiera. Ya lo va logrando. Y luego que tan siquiera ha podido irse a confesar, y eso ella cree que alivia.

Esta mañana le duelen sus partes, y mucho. Le han de estar sangrando todavía. También los huesos, y se cae de sueño. Nomás amanece la trae doña Reina, con otras cuatro, a la tortería de la carretera. A esas horas pasan los camioneros con más hambre. Con el extra de pocos pesos, y las exiguas propinas, Rufina se acompleta para mandar a su hermana, que esa sí está pobre. Al menos esa feria no la parte el Sapo, patán en jefe del congal que la administra en la no lejana Zona Galáctica (ingenioso apellido que reciben las calles de burdeles en apartheid de la urbanización comiteca).

Sonará folletinesco y fuera de lugar decirlo, pero luce hermosa, y es que si lo fuera tantito menos, parecería una caricatura en aguafuerte. Eso en la cabeza tal vez anoche fue un peinado. Las pinturas de la cara no han dejado de moverse de su sitio, la boca la trae toda mordida, el vestido largo de borde inferior sucio de barro, y los zapatos de tacón sufren el desastre de haber sido blancos. Tiene las manos coloradas y duras de mujer que trabaja con ellas, y aunque las uñas las traiga moradas, se nota que esas manos se usaron hasta hace poco en tareas domésticas como la que realiza ahora: partir teleras, cebollas y aguacates, lavar trastes, partir naranjas y hacerlas jugo, seguir las órdenes de doña Reina, que hasta eso se porta bien con ellas. Si no le recomendó una clínica, hasta eso limpia, y ya mero la acompaña cuando lo del aborto. Te tienes que cuidar paƀlotra, le dijeron allí, y antes doña Reina.

Rufina es de ojos grandes, pero el desvelón los hace chiquitos. También influye la luz blanca de la mañana, que brilla y duele, y contrae los párpados. Carla y Sonia parecen como si nada, si no hasta Sonia dice que tiene novio, un mando, y que le va a poner casa. Será. Orita parece contenta.

Se le dobla la cabeza, a Rufina, frente a la mesa del puestecito de lámina a orillas de la Panamericana. Doña Reina dice "perseverancia, niñas", y ella pide quitarse los zapatos, "doña Reina, excuse, Ƒpuedo?" Y la otra, "anda, pero no te me vayas a enfriar".

Tan siquiera se ocupa de ella. No que el Sapo anoche la agarró a patadas. Si no fue porque lo pararon. Loco se puso, con todo lo que se mete, no estaba sabiendo contar el dinero, le parecía poco al condenado. Es lo único que le importa.

Los carros, las camionetas, los tráilers, las corridas de la Colón, las patrullas, brrum y zum, pasan y pasan. De sus tripulantes están hechos los potenciales consumidores de tortas y jugo para el desayuno.

Cuelga perdida la vista en la neblina del campo, por encima del anuncio de tal clavado con varillas, mira pasar unos puntitos como pájaros, y no piensa en nada, o sea su casa en la playa, cuando niña, una mañana así, menos fría, y eso era todo. En esas, de la curva sale un transporte de 5 toneladas, despacio, lleno de tropa y en sus oídos que zumba un bajo de órgano atormentado, y a ella se le va el color, un calambre le corre la espina de la nuca al ano, y las partes le arden en tumulto, se agarra del borde de la desa, el miedo le da náusea de acordarse de anoche, de antenoche. Unos ya ni terminan de bajárselos cuando ya. Doña Reina va a llamarle la atención , mira al frente y entiende qué pasa, voltea los tocinos con la espátula en la plancha y dice "ay niña, si vieras", y no queda claro si quiso ser consuelo. Sonia en cambio hasta adiós hace con la mano. El carro se aleja y retumba, interminablemente.

Rufina se muere de sueño, pero hasta las diez sale, y como quiera, acaso será que va a dormir. La semana se le ha ido en intentarlo, y es que ahora soñar le da miedo, y sabes por qué, lo más raro, porque en los sueños se siente bien, y eso es lo que más teme: sentirse bien así.