Raquel Sosa Elízaga
La seguridad en la UNAM
La fabricación de una cultura del miedo es uno de los medios de que ha dispuesto el poder para otorgar legitimidad a una política que sustituye la solución de las necesidades sociales y la participación democrática por la acción de un inmenso aparato de seguridad pública. Desde 1994, en que se aprobaron en el Congreso las ''Bases para la creación del sistema nacional de seguridad pública'', hasta 1999, en que el Poder Ejecutivo decretó la creación de la Policía Federal Preventiva, los ciudadanos hemos sido testigos de intensas campañas publicitarias para convencernos de que el incremento en el número de policías y armamentos, la centralización del aparato de seguridad pública y la participación en esa tarea de las fuerzas armadas son garantía al futuro de nuestra tranquilidad.
Nada menos cercano a la verdad, ni más peligroso para la realización de cambios democráticos pacíficos en el país. Ante el incremento multimillonario de recursos para la ''defensa de nuestra tranquilidad'', prácticamente la única variedad que hemos observado a lo largo de estos años ha sido el descubrimiento de cada vez más encargados de la seguridad pública, y de funcionarios a cargo de decisiones estratégicas que afectan nuestra integridad individual y colectiva, involucrados en bandas delictivas, así como el uso que éstas han hecho de los recursos públicos.
Si, con todo, insistimos en referirnos a la contraparte sobre la que se argumenta la necesidad de mayor intervención de la fuerza pública, el incremento de conflictos sociales, la pérdida de la estabilidad o la tranquilidad de los ciudadanos, no podemos menos que considerar que resulta sorprendente que en México, dadas las condiciones de miseria y opresión en que viven millones de ciudadanos, no se hayan producido levantamientos masivos para protestar contra políticas que agravian la dignidad de más de 60 por ciento de la población.
Por lo demás, la acción represiva no ha resuelto jamás la problemática social ni la pérdida de autoridad de un gobierno. Quien pretende mantener el orden público con el uso de la fuerza armada, no hace sino prolongar los conflictos y provocar nuevos estallidos de inconformidad. En nuestro país, es fácil constatar que las intervenciones que los aparatos de seguridad pública han llevado a cabo para impedir la libre manifestación de los inconformes con las políticas neoliberales han dado lugar, una y otra vez, a incontables violaciones de los derechos humanos de los ciudadanos, pero no al declarado objetivo de preservar la seguridad colectiva.
Así, hoy en la universidad el problema pasa por coordenadas semejantes. Un movimiento en defensa de la gratuidad de la educación, al que durante muchos meses se le negó el diálogo con las autoridades de nuestra casa de estudios, pretende ser resuelto por autoridades universitarias y federales como un asunto de ''delincuencia organizada'' y no como el más grave problema social, académico y político que ha vivido la UNAM en su historia contemporánea.
Más de mil científicos de institutos y centros de investigación que demandan al gobierno federal y al de la ciudad de México garanticen la integridad física y las instalaciones de los universitarios por medio de cuerpos de seguridad, no hacen sino sumarse a esa política y repetir este círculo perverso que oculta las causas de la inconformidad y trata, mediante el uso de la fuerza, de paliar sus expresiones visibles.
No deja de sorprender que la demanda ocurra, precisamente, en los únicos espacios que mantuvieron actividades de modo ininterrumpido a lo largo de los casi diez meses de huelga en la universidad. Ni tampoco que encabecen semejante protesta integrantes de institutos y centros de investigación cuyas condiciones de trabajo son excepcionales y de privilegio, frente a las que padecen decenas de miles de estudiantes y profesores en escuelas y facultades.
Mas si la iniquidad y la segmentación son saldos de la política aplicada por las autoridades universitarias, ello no debiera abonar para que los investigadores cerraran los ojos ante una crisis que toca tanto al sentido e importancia de su quehacer como a la proyección de la universidad como institución pública. La defensa de condiciones para la investigación científica no puede hacerse con el reforzamiento de controles de acceso a los espacios en que ésta se realiza cotidianamente. No puede tampoco separarse de la defensa general de la UNAM o ser ajena a la demanda de cambios profundos en la inequitativa estructura y el desigual funcionamiento de las entidades académicas que la integran. Resolver por ello de manera verdadera, y no con rejas y policías, la problemática de la institución, debe ser la prioridad de todos para lograr el cumplimiento de las tareas que la sociedad le ha asignado.