El escondrijo de un pintor
Un perro labrador negro, llamado Jerusalem, recibe entusiasmado a los que visitan al pintor Rafael Coronel en su casa, ubicada en una zona apacible de Cuernavaca, donde casi no se escucha el rumor del tráfico. Es un escondrijo rodeado de árboles altos con las raíces a flor de tierra. Ahí se gestan cientos de obras que se disputan museos, galerías y coleccionistas de México y el extranjero, a precios altísimos.
El patio es un pedazo de bosque con un pequeño riachuelo. En el interior del inmueble se miran por doquier, desparramadas, máscaras y piezas antiguas de cerámica. Un par de sillones y una mesa completan la desaliñada decoración. Rafael Coronel aparece con esa sonrisa entre tímida y maliciosa que le gusta expresar cuando da rienda suelta a sus recuerdos.
Nació en 1931, en Zacatecas. Si hacemos cuentas, tiene 69 años, pero se le creería si afirmara que está por cumplir 50. ƑEl secreto de tal donaire? Mucho deporte y no fumar ni beber en exceso: ''Con un trago de tequila me pongo bien borracho y además, al otro día, amanezco enfermo", asegura.
No le gusta hablar ante multitudes, por eso nunca ha aceptado impartir talleres, y rechazó dar conferencias con motivo de la exposición Rafael Coronel. Cincuenta años de pintura (1949-1999), organizada por el ISSSTE, la SHCP y el CNCA, que se exhibe en el Antiguo Palacio del Arzobispado y permanecerá abierta hasta el 25 de junio. También rehúye los reflectores y se esconde de los periodistas, desde hace dos décadas, dice. Sin embargo, el tiempo se le pasa volando cuando charla acerca de cosas de la vida, del arte, de sus amigos.
Si en 1952 no hubiera obtenido una beca en el Concurso de Artes Plásticas del Instituto Nacional de la Juventud Mexicana, Coronel en vez de ser uno de los pintores mexicanos más reconocidos en el mundo, habría seguido su carrera de futbolista en el América. Quizá no se habría casado con la hija de Diego Rivera, ni Inés Amor, ''la dictadora" de Galería Arte Mexicano, lo habría tomado como uno de sus pintores exclusivos ni habría creado, en su tierra natal, el museo que exhibe algunos de los objetos que coleccionó durante 35 años: 5 mil máscaras mexicanas, 400 piezas prehispánicas, mil 500 piezas de cerámica colonial, 200 títeres de la compañía Rosete Aranda y cien dibujos de Rivera.
Tampoco existirían esos cuadros de textura suave donde habitan ratas o seres de rostros tristes -un poco magos, un poco monjes, un mucho desvalidos- ni habría sombreros en forma de cucurucho, máscaras rituales y mujeres de Jerez, cobijados por cielos intensamente azules, rojos, naranjas y amarillos.
Pero ganaron el destino, los genes (el abuelo de Coronel tenía como oficio pintar las guirnaldas del interior de las iglesias zacatecanas), y eso que el artista llama impulso instintivo, ''como el cachorro que nace y busca la chichi".
Ť Mónica Mateos Ť