VIERNES 14 DE ABRIL DE 2000
* Javier Wimer *
Perdimos hasta la casa
Es benemérita costumbre de algunas instituciones publicar libros ilustrados, libros de arte, como se les llama. El espectro de su calidad es variado pero muchos son, como diría Revueltas, improcedentes. O sea, vacíos, vacuos, prescindibles, radicalmente contingentes.
Otros, en cambio, como el llamado La casa prehispánica son bellos y además necesarios. También los libros, como las especies en evolución, son hijos del azar y de la necesidad
Este libro patrocinado por el Infonavit debe su belleza a las fotografías de Michel Zabé y al gusto editorial de Martha León. Su autoridad al excelente ensayo de Eduardo Matos y a los excelentes textos complementarios de Teodoro González de León y de Ignacio Guzmán. Su utilidad a que fija lo que sabemos sobre el tema y a que abre el espacio conjetural de lo mucho que no sabemos.
Los conquistadores españoles arrasaron con los dioses del panteón indígena y con los grandes centros ceremoniales, con los pueblos y con los villorrios, con los barrios y casas donde vivían los indígenas. Como se dice popularmente, no dejaron títere con cabeza.
Teodoro González de León, el autor del prólogo, afirma con sobrio dramatismo que: ''Desaparecieron la religión y el arte: la arquitectura, la pintura y la escultura. Ni Tlaxcala, aliada de los españoles en la Conquista, se salvó de la destrucción''. Y escribe líneas adelante que: ''Sólo conozco cuatro casos en que convivieron estructuras prehispánicas y coloniales''.
O sea que los conquistadores no sólo se empeñaron en destruir el mundo de los vencidos sino en impedir su resurgimiento. Pusieron especial empeño en la destrucción de las manifestaciones físicas de la antiguas culturas ųcentros ceremoniales, pirámides, palacios, adoratorios, murales o códicesų debido a que dichas manifestaciones, por resultarles incomprensibles, tenían un cierto prestigio diabólico. Su tarea resultó particularmente eficaz debido, en parte, a que los españoles eran expertos en materia de persecuciones religiosas. Ya las practicaban desde los lejanos tiempos en que los visigodos despojaron de sus bienes a los judíos. Unos ocho siglos antes de las apoteosis racistas de los Reyes Católicos.
Las casas populares se desplomaron solas. No necesitaron de las iras del imperio español para deteriorarse, para venirse abajo, para desaparecer y dejar lugar a otro tipo de construcciones.
Aunque la unidad habitacional constituye el núcleo original de todo sistema arquitectónico e incluso su culminación utópica, generalmente se le asigna un papel menor en las historias del arte y de la arquitectura. No faltan razones para que así sea. Los centros de poder se identifican ideológica y visualmente por sus construcciones monumentales. No con las modestas habitaciones populares que sirven, apenas, para que viva la gente. Las pirámides de Egipto, el Partenón, Teotihuacan, la Ciudad Prohibida, el Vaticano, el Empire State o cualquier otro tema de tarjeta postal que se nos ocurra, son más significativos o emblemáticos, como se dice ahora, que las ruinas de cualquier casa de barrio o que cualquier conjunto de interés social.
Pocos arquitectos se preguntan cuál era el estilo de las casas ordinarias en el apogeo del románico, del neoclásico o del barroco. Por la sencilla razón de que el estilo es un lujo, un derroche al que no tienen acceso los grupos mayoritarios. Para el resto, la casa es un simple espacio o aparato de la vida cotidiana, de la convivencia familiar. Y el estilo, si acaso, una lejana y confusa aspiración, un reflejo especular de más altas preferencias.
Sin embargo, la casa, la unidad habitacional, cualquiera que haya sido su categoría, dimensión y estilo, es clave esencial para armar el rompecabezas de aquella lejana vida cotidiana. En Xochicalco, por ejemplo, los orificios de entrada o puertas estaban en los techos de las viviendas de un conjunto residencial, lo que podría entenderse como una medida de seguridad que, por cierto, no fue capaz de contener la violencia aparentemente revolucionaria que terminó con los días de la ciudad.
En este libro son muchos los hechos que llaman la atención y que suscitan la reflexión. El curioso lector podrá comprobar, por ejemplo, que las viviendas ''semisubterráneas, de forma ovalada y hechas con materiales perecederos'' que se construyeron en Tehuacán hace cinco mil años corresponden a las existentes en la Isla de Pascua, lo cual no debe llevarnos a la desaforada conclusión de que los tehuacanos poblaron esa remota ínsula sino a la verdad elemental de que todas las cosas fueron más o menos iguales al principio de la historia.
Luego las comunidades se desarrollarán en formas más complejas, vendrá la división del trabajo y la división en estratos y en clases sociales, procesos que habrán de reflejarse en la diversidad de la obra humana, en las casas, en la arquitectura, en las artes y en todas las representaciones de la realidad.
También nos enseña este libro la importancia que la casa tuvo en las culturas prehispánicas. Era un rumbo del universo así como el lugar donde vivían los vivos y donde generalmente se enterraba a los muertos. La casa apareció por todos lados, como monumento funerario, como motivo de ornato en templos y palacios, como joya y como juguete. Sin embargo y con pocas excepciones, la casa carecía de puerta, estaba abierta a los otros. Quizá porque nuestros antepasados indígenas no tenían mayores bienes que resguardar o, simplemente, porque no conocieron las excelencias de la propiedad privada.