VIERNES 14 DE ABRIL DE 2000
* Actuación de la Fundación L'Explose en el teatro Gilberto Alzate
Las huellas del camaleón, un periplo por los recuerdos de la vida humana
* El grupo colombiano ofreció su espectáculo de danza, dirigido por Tino Fernández
* La identidad, a final de cuentas, sólo es un código de gestos que ocultan lo que muestran
Renato Ravelo, enviado, Santafé de Bogotá, 13 de abril * La identidad es una palabra que tiene valores de uso y de cambio. Es, también, una condena social a repetir ciertos patrones. Es, para el grupo Fundación L'Explose, ''un recorrido por los recuerdos de nuestra vida, donde como el camaleón nos mimetizamos o transformamos según las necesidades''. La huella del camaleón es la propuesta del grupo colombiano, dirigida por Tino Fernández, que se presenta en el teatro Gilberto Alzate, en el tradicional barrio de La Candelaria, casi en la esquina que forman la Calle de la Fatiga y la de El Cajoncito. Danza con actriz, para no conceptualizarla como danza teatro.
Locomoción para llegar a ningún lado
En el escenario una mujer se encuentra en una caja transparente, del tamaño de un ataúd, pero llena de agua. Ella se debate en movimientos con las olas que se provocan en el limitado espacio. Tiene vestido, como corresponde a una dama. Ya batida, la mujer sale y entran los bailarines, tres parejas, con la consigna de plasmar ciertos lugares comunes de cómo se mueven los hombres y las mujeres en circunstancias de acercamiento y de acoso.
Fernández, nacido en Asturias, con estudios en París al lado de maestros como Jacques Patarozzi, fundó en 1991 su compañía con la que participó en la pasada versión del festival. Justamente en ese 1998 recibió la beca del Ministerio de Cultura para realizar La huella del camaleón, que ese año sería considerada la mejor obra de danza contemporánea. Para Fernández, ''hay muchas cosas que te marcan. El mismo hecho de salir de un estado líquido, cuando estás en el vientre materno, y pasar a uno sólido, terrestre''.
Animales de sustancia, nos dice Fernández en su montaje, el movimiento es una limitada y precisa forma de ocupar el espacio, en la práctica de la cual nos repetimos.
La actriz Juliana Reyes, en algún momento de la obra, ofrece una muestra de cómo la palabra es un vehículo del que con facilidad se pueden deducir las sustancias. En un irreconocible lenguaje expresa sentimientos básicos de enojo, regaño, extrañeza. Ella tiene la respuesta a todas las preguntas. El problema es que no hay manera de entenderla.
Los bailarines Andrei Garzón, Lina Gaviria, Marvel Benavides, Natalia Orozco, John Henry Gerena y el propio Tino Fernández ofrecen en el escenario cuadros lo mismo cómicos que violentos. Lo primero, finalmente, se agradece porque rompe la idea de solemnidad de la expresión artística y del mito de que la risa es un atajo a lo banal. Asimismo, un hombre trata de salir del plasma simbólico que lo gestó; una mujer es acechada por tres varones y de ser la víctima pasa a ser la cruel dictadora de juegos casi acrobáticos; un grupo de tres mujeres hacen la coqueta representación de la superficialidad; dos hombres pelean en el escenario. Los movimientos más comunes y absurdos se repiten.
Cuerpos que se enfrentan, se evaden, se abrazan o se montan sobre sí como una forma de locomoción para llegar a ningún lado. Al final de cuentas la identidad, se propone en el escenario, no es más que un código de gestos que ocultan lo que muestran.