Carlos Bonfil
Romance
Durante el cuarto Festival de Cine Francés de Acapulco, en noviembre pasado, dos cintas acapararon la atención del público y de la prensa, despertaron las expectativas y suscitaron cada una a su modo una gran controversia: La ley de Herodes, de Luis Estrada, y el plato fuerte en función de medianoche, Romance, de Catherine Breillat. Por un lado, hubo la constatación de que la censura por motivos políticos seguía vigente en el ánimo de muchos burócratas; por el otro, la confirmación de que la censura relacionada con la sexualidad (explícita o no) se había vuelto totalmente inoperante. La censura religiosa es hoy el último vestigio de intolerancia, y de concesión gubernamental a la presión de grupos ultraconservadores. Los casos más célebres, Yo te saludo María (1985), de Godard; La última tentación de Cristo (1988), de Scorsese; y Sacerdote (1994), de Antonia Bird, lo atestiguan claramente.
En el campo de la sexualidad y la política, la globalización mercantil y cultural favorece hoy una mayor flexibilidad y apertura respecto a lo que se puede o no programar en los nuevos circuitos de exhibición. Romance de Breillat se prohíbe en Australia, pero se exhibe sin problemas en Turquía; se prohíbe en Dorset, Inglaterra, pero es un éxito inmediato en el resto del país. En Estados Unidos, Seattle la prohíbe, mientras registra excelentes entradas en noventa ciudades más (Libération, 16 de febrero). El escándalo no se explica únicamente por las escenas de sexo explícito, por los penes en erección o los desnudos femeninos, sino por algo mucho más perturbador, la exploración desinhibida de una identidad sexual femenina.
Romance es una mirada de mujer cineasta al itinerario sexual de otra mujer. Pero no sólo es eso. De manera original, esta mujer analiza también la sexualidad masculina a través de los tres personajes que mayor impacto tienen en la vida de la joven María (Caroline Ducey, formidable): Paul (Sagamore Stevenin), el marido incapaz de procurarle una satisfacción sexual (su problema es inusual, no puede tener sexo con la mujer que ama); Robert (François Berleand), es el maestro del refinamiento erótico, el hombre maduro que la inicia al sadomasoquismo (una versión actualizada de Michel Piccoli en Bella de día, de Buñuel); y finalmente, Paolo (Rocco Sifredi, estrella porno en la vida real), el semental de la erección perpetua, objeto sexual y sitio de experimentaciones, que María se propone explorar tan sólo para verificar si el sexo sin amor es tan posible como el amor sin sexo al que la condena su marido.
Otra exploración semejante es la de Sandrine Kiberlain en Mujer en venta (1998), de Laetitia Masson (Tenerlo o no, 1995), y aunque es muy otra su manera de someter a escrutinio la identidad sexual femenina, el escepticismo es el mismo. Una escena perturbadora en Romance es la forma en que el cuerpo femenino se ofrece a la auscultación abierta, a la manipulación clínica de un grupo de médicos ginecólogos. En un franco rechazo de la mistificación de la mujer (mujer/madre/fuerza de la naturaleza; mujer/poesía, etcétera), María somete su cuerpo y espíritu a las pruebas más rudas -de la promiscuidad sexual al sometimiento masoquista, y de ahí a la maternidad-, como si al final de ese itinerario tuviese que haber alguna redención o simplemente la afirmación del cuerpo lacerado y mal amado, pero a final de cuentas, independiente -conocedor ya de su capacidad de experimentar sus propios placeres.
Catherine Breillat habló en Acapulco de la depresión a la que sucumbió su estrella porno, Rocco Sifredi, en su esfuerzo (finalmente exitoso) de ofrecer ante las cámaras algo más que la mecánica de placer sexual. La directora sacudía las certidumbres profesionales de Sifredi obligándolo a pasar de la calidad de estrella porno a la de un actor capaz de una variedad más amplia de registros emocionales, cuestionando de paso la noción de consumo sexual y la evasión de todo compromiso afectivo. Del lado femenino, sucedía algo similar, algo que llegó a irritar a más de una feminista. En su trayecto hacía la plenitud amorosa, María atraviesa por diversas etapas de la degradación física, como la Naná (Anna Karina), de Vivir su vida (Godard, 1963), cuando preserva su pureza entregando únicamente el cuerpo. En realidad, como lo defendió la directora ante un público femenino en Teherán, la película es un parteaguas cultural: afirma para las mujeres el derecho a una visibilidad más rica y variada, y a una complejidad muy alejada de las visiones tradicionales de género.