La Jornada sábado 8 de abril de 2000

Ilán Semo
El populismo y sus variantes

Los orígenes del populismo en México datan de la última década del siglo XIX. Sus versiones más tempranas se remontan al mundo rural. La Revolución Mexicana diseminó y extendió su influencia. Su primera definición es previa a 1910: el agrarismo. Es una definición obviamente ideológica. La transformación de ese movimiento social y radical en una fuerza de Estado ocurrió, como es costumbre en la historia, sin ninguna dirección prefijada. En América Latina, el populismo indujo regímenes militares y dictaduras que se perpetuaron a lo largo de medio siglo. Perón en Argentina y Vargas en Brasil lo ilustran en los manuales de historia universal. En México, el populismo social de Lázaro Cárdenas desterró ese peligro, aunque acabó edificando un laberinto corporativo. Una paradoja que todavía aguarda interpretación.

Al sistema político que emergió de la crisis de 1940 lo define y, en cierta manera, lo explica esta paradoja. La variedad de sus prácticas populistas abarcó a la mayor parte de los estilos que lo marcaron. ƑCómo definir, por ejemplo, esa práctica que redujo --y sigue reduciendo-- a la "política social" a un cúmulo de "gastos" destinados a apagar incendios sociales, cosechar votos y cubrir con apuradas fachadas esa fuente inagotable de acumulación primitiva que llamamos erario público? Luis Echeverría abundó en estos hechos. La nacionalización de la banca en 1982 fue otro de ellos. Incluso una presidencia hipotéticamente antipopulista como la de Carlos Salinas de Gortari acabó propiciando los espejismos de Solidaridad.

Desde 1985, la tecnocracia ha intentado basar su legitimidad en un giro contra el populismo. Ha sido un giro retórico. El populismo admite indistintamente ideologías de izquierda o de derecha. La causa es sencilla y compleja a la vez: no es un fin sino un medio. O mejor dicho: una mediación entre una fuerza "carismática" (si se admite una definición anticuada) y el "pueblo" (hoy se le llama "ciudadanía" o "electorado") destinada a separar el poder del Estado de las instituciones que procuran su relación con la sociedad. En rigor, se trata de una política de desinstitucionalización.

Es preciso hacer una distinción entre un Estado que propicia ciertas prácticas populistas y un régimen populista que abarca al conjunto de las prácticas de la sociedad. El sistema político mexicano abundó en las primeras, pero -debe reconocerse- se contuvo frente a la tentación de llevarlas al límite maximalista. Tal vez ésta sea una de las explicaciones por las cuales su depositario principal, el PRI, ha logrado preservar consensos y lealtades en el accidentado proceso de democratización que se inició en los años ochenta.

La lenta apertura del régimen político que se inició en 1988 ha desembocado en un incierto sistema de representación: tres partidos que no acaban de definirse. Las razones son varias y complejas, aunque hay dos evidentes: de un lado, el proceso de transición no ha enfrentado aún su prueba más compleja, la alternancia en el poder presidencial; del otro, es un sistema de representación que no logra establecer las intermediaciones mínimas entre el Estado y la mayor parte de la población. A la marginación económica y social producida por la política postliberal se ha agregado una nueva marginación política. Las expresiones de esta marginación han sido múltiples: a veces explosivas, como en el conflicto de la UNAM; a veces silenciosas, como en el escepticismo hacia los partidos políticos. Lejos de sensibilizarse frente a este hecho y expandir los mecanismos de representación social, la sociedad política ha empezado a dar un giro sintomático: el giro de un nuevo síndrome populista. Dado el arraigo de las prácticas populistas en la política mexicana, no es extraño que las campañas electorales recurran indiscriminadamente a ellas. El problema consiste en discernir los límites: Ƒdónde termina un simulacro y dónde comienza un efectivo despliegue populista? Hoy este límite tiene nombres: Fujimori en Perú y Chávez en Venezuela.

Al parecer, el panorama mexicano se halla lejos de estas catástrofes. El recuento es elemental. Francisco Labastida es un candidato que proviene de la maquinaria burocrática del PRI. Los votos a los que apuesta reúnen a los consensos de la inercia: efectivamente más de lo mismo. El PRD es todavía un partido en formación. No cuenta con una cultura de gobierno ni con un proyecto propio. Sus dirigentes deben preguntarse si las concesiones al antiguo nacionalismo revolucionario no acabarán por clausurar las posibilidades de una izquierda actualizada. Todo indica que su electorado, hoy reducido, se inclina por la segunda opción.

Hay, sin embargo, una obvia interrogante: Vicente Fox. El populismo de derecha en México es tan antiguo como el de Estado. Hasta ahora sus expresiones sólo han sido extremas: los cristeros en los años 20, el sinarquismo en las décadas siguientes, el movimiento contra los libros de texto en los 60.

ƑHabrá encontrado en Fox a su primer líder político? Su despliegue se halla exento de compromisos institucionales; ha dejado a un lado al PAN; su retórica evade cualquier compromiso; promete alianzas que lo sitúan fuera de cualquier fuerza predecible. El populismo de principios de siglo es distinto al de los años 30 o al de los 60. Para empezar debe moverse en un entorno democrático o pseudodemocrático. Sin embargo, sus consecuencias parecen ser las mismas: la retórica del simulacro y la degradación institucional.