Hermann Bellinghausen
Verano en tiempo real
Fue curiosa la sensación esa vez, que no era la primera ni sería la última en trasponer las anchas rejas entreabiertas y no más altas que la cintura: nadie allí adentro tenía necesidad del miedo. Lugani era admitido, cada verano, como huésped querido y como testigo deliberado, compañero de días de esas familias y amistades que cada año huían unas cuantas semanas de la ciudad al rincón de mar y sol que llamaban Duncia, y también Eldorado, en homenaje al fiel compadre Sol, radiante de abrazarlos a lo largo del tiempo.
Una poca de ropa, repelente para mosquitos que nunca usaba, una cantimplora porque su sed no tiene fondo, y su cámara fotográfica, que por exquisita necedad persistía en ser la vieja Leica de todas las batallas. Rollos, por decenas, asa de mucha luz. Y las llaves del carro. ƑQué más?
Lugani aquí encontraba motivos para deponer su jeta de "a mí nada me apantalla", propia de quienes creen haberlo visto todo. Durante años corresponsal de una agencia internacional, puso su Leica innumerables veces sobre las moscas de cadáveres desangrados, viudas, huérfanos, huidas, tanques apisonando suelo blando, desastres naturales, debates parlamentarios, charadas de candidatos queriendo quedar bien en sus países y prometiendo lo que no les importa. Fotos de sijs suplicando, palestinos apedreando policías, mujeres chinas cogidas de las manos ante un gran fuego y sólo cirios y suspiros, retratos fashion de celebridades celebrando y convictos esposados tras las rejas que rinden su declaración. En fin, trabajo, noticias, que entre más malas, mejores noticias son.
Para entonces ya había dejado la agencia y se dedicaba al típico "trabajo personal" en que se escudan los fotógrafos cuando bajan del caballo, reciben becas y viven, bien, de regalías.
-El éxito, mi estimado, te está acabando -se burlaba Barrientos, su amigo de toda la vida, anónimo, fraternal, consetudinario, público seguro y cómplice pero implacable voz de la conciencia.
Los reflectores cansaron a Lugani, los que él ponía, y los que otros ponían sobre él. La madurez en los fotógrafos, sobre todo documentales, es una edad difícil. El ya había pasado por ahí, y para no quedar atrapado, devino nómada voluntarioso. Su "proyecto personal" era no tener ninguno, salvo esta sobreexposición veraniega. La experiencia anual de Duncia era un lujo, oportunidad dorada de posar su Leica en la belleza.
Estas gentes tenían sus vidas también en otra parte, pero mientras veraneaban eran y sólo eran felices, o lo parecían. "Burgueses", decía Barrientos cuando Lugani regresaba. "Gente desocupada, bonita y sin problemas. Carnal, te me andas reblandeciendo con la edad".
-Será el sereno, mi Barri, pero me gusta, me alivia, y daría cualquier cosa por seguirlo haciendo.
Barrientos reconocía, al tercer o cuarto trago, que hablaba por joder, y por envidia. Y es que los retratos de Lugani eran estupendos.
-Temporadas en la playa, la buena vida y todos y todas en pelotas -definía Barrientos las series de Duncia, que año con año crecían a la par de los personajes retratados, las niñas se hacían mujeres, los padres se arrugaban elegantemente, etcétera.
Aquel verano a final del siglo las dunas de Duncia estuvieron especialmente tersas, las hijas de los Ronni y los Filippo estaban en su cúspide de inminencia fructificante, y predominaba una atmosfera de sueño. Las criaturas y los jóvenes emergían de las olas como quien se desnuda del oceano y lo deja caer al suelo, capa superflua sin lazo que la retenga puesta.
Lugani podía retratarlos en cualquier momento. No existía el secreto. Al contrario, miraban de contínuo a la cámara, la seducían, la espantaban, la retaban sin suspender sus pensamientos íntimos e inexpresados. Sensualidad es, y no es, la palabra. Las madres y las hijas abrazadas en la arena, los hermanitos orinando en la resaca o chapaleando en lodazales junto al pozo. Estatuas griegas de paso mayestático, cuerpos tendidos, no lánguidos, florecidos, pubis que no pestañean, ombligos y pezones pintándole puntos al espacio.
Esa vez sus indolentes modelos le hicieron a Lugani un regalo. Mediodía. Cielo azul, ininterrupido por encima del horizonte lejano y plano. Las familias, dos y tres generaciones desninhibidas, se concedieron una siesta multitudinaria en las dunas. Todos a la vez durmieron para que Lugani retratara a sus anchas las posturas sueltas en que estaban, algunas muchachas recostadas unas encima de las otras, las parejas matrimoniales abrazadas, con la naturalidad de cuerpos que han dormido juntos durante años y se conocen a ciegas y a tientas bajo las sábanas.
A la panorámica de cuerpos yacentes que después dio la vuelta al mundo ganando portadas y premios la llamó "Resurrección".
-Con esta me redimo, carnalito -dijo a Barrientos cuando imprimió la primera copia, al regreso.
Desde un ángulo similar, años atrás, Lugani sacó una foto tremenda en Argelia. Familias asesinadas y saqueadas por fundamentalistas sobre la arena indiferente del desierto, y un Sol también entero, pero cruel. Cuánto vomitó entonces, no olvida. En cambio ahora, estos cuerpos limpios y vivientes, llenos de futuro y párpados caídos por mera voluntad, expresaban la otredad, la belleza, la felicidad.
-La evasión, no te hagas -criticaría Barrientos, y Lugani entonces:
-Te equivocas. La playa de Duncia también existe y eso que ves sucede.
De lo real uno no se escapa, Ƒsabes?