DOMINGO 2 DE ABRIL DE 2000

MAR DE HISTORIAS

Los hombres no lloran

Ť Cristina Pacheco Ť

Daniel retira la tarjeta del reloj marcador y se queda mirándola. Los números que indican sus horas de entrada y salida de la fábrica le causan un sentimiento confuso. No trata de explicárselo. Pone la cartulina amarilla en su sitio y se dirige a la salida.

Son las seis de la tarde. La calle está desierta. Hay suficiente luz como para que Daniel note las marcas que una pelota ha ido dejando en la pared del edificio vecino a la fábrica donde él trabaja. Es una cerería. Como siempre que la ve, Daniel recuerda a su abuela entrando, con él de la mano, en la Iglesia de Loreto.

Despúes de persignarse se hincaban en los reclinatorios, frente al altar. Allí, con las manos unidas sobre el pecho, su abuela murmuraba las súplicas que Daniel debía repetir: "Madrecita Santa: protégenos de todo mal. Dale paciencia a mi madre. Haz que mi papá vuelva a ser como antes y que deje de maltratarnos". Enseguida salían del templo y cruzaban la plaza atiborrada de vendedores, ciegos y prostitutas.

Mientras sigue caminando rumbo al paradero de los microbuses, Daniel recuerda la voz angustiada de su abuela: "ƑPor qué la Virgen no nos hace el milagro?" Esa pregunta lo llenaba de culpa. Se creía responsable de que las súplicas de su abuela no fueran oídas porque, en secreto, le disgustaba aquello de pedirle a la Virgen que le inspirara más paciencia a su madre.

El hubiera gustado oírla protestar, verla fuerte, decidida a impedir que su padre lo golpeara, en vez de limitarse a consolarlo y a murmurarle: "No llores. Acuérdate que los hombrecitos no lloran". Daniel no percibe el gesto rencoroso que se dibuja en sus labios, pero acelera el paso. Necesita sentirse a salvo del ambiente sombrío en que lo han sumido sus recuerdos.

II

Daniel mira a la distancia la loma amarilla que protege el puesto de Ana Elena. Sirve almuerzos y comidas a los obreros de la fábrica. Entre ellos es famosa por la agilidad con que lleva mentalmente las cuentas sin jamás equivocarse y por su aspecto malencarado. A él le simpatiza, le gusta ir al puesto en la noche, cuando no hay nadie, y conversar.

Consulta su reloj. Hacía tiempo que Daniel no regresaba a su casa tan temprano. En los últimos meses ha procurado tener horas extras todas las semanas. Su reflexión le recuerda la pregunta que Marcela, su mujer, le hace en tono áspero: "ƑQuieres matarte trabajando? El se justifica: "No. Lo que sucede es que en esta casa se gasta demasiado. No hay dinero que alcance. Si no lo gano trabajando, Ƒquieres que lo consiga robando?" Ella responde iracunda: "No es mi culpa que todo cueste cada día más caro y que lo que me das no alcance". Daniel interpreta como reproche esa verdad y enseguida se convierte en el vivo retrato de su padre: manotea, grita, insulta.

Nunca se lo ha confesado a nadie pero, conforme pasa el tiempo, Daniel experimenta cierto alivio cuando estallan esas discusiones entre él y su mujer. El silencio y la quietud de Marcela cuando están en la cama lo protegen, evitan que él tenga que disculparse -"Lo siento, no sé qué me pasa..."- y lo liberan de su responsabilidad en el desencuentro: "Conste que yo sí quería, pero tú te volteaste para el otro..."

Al principio Daniel quiso ignorar su falta de energía, después no pudo hacerlo. Poco a poco, en secreto, fue obsesionándolo. El martirio diurno se prolongaba en pesadillas en las que se veía sumido en una pileta con ácidos que iban carcomiendo su cuerpo, de la cintura para abajo, hasta desintegrarlo. Acabó por resistirse a dormir.

Su mutismo y su insomnio fueron interpretados por Marcela como signos de infidelidad. Los celos fueron otro motivo de sus constantes discusiones. Daniel tampoco lo lamentó y se sintió halagado de que su mujer atribuyera su nuevo comportamiento a motivos tan distintos a los verdaderos.

A partir de ese momento, se volvió cínico ante sus compañeros de trabajo, al punto de escandalizarlos: "Ora sí te manchaste, Daniel..." Pronto se cansó de esa máscara y adoptó otra: la del trabajador incansable. Marcela también cambió. Sus gritos y reclamos fueron sustituidos por una misma frase: "ƑQuieres matarte trabajando? No lo hagas. No pienses en mí si no quieres, pero al menos considera a tus hijos. Nunca te ven, y cuando estás aquí te la pasas durmiendo porque estás cansadísimo. Si te lo digo no es porque me importe ni porque quiera algo. Ya no estamos para eso." Daniel odia esta frase más que ninguna otra porque lo devuelve a su pesadilla.

III

Daniel sonríe al ver que no hay otros comensales en el puesto de Ana Elena. Saca la caja de cigarros, enciende uno y se sienta en la orilla de la banca. "ƑTendrá por ahí un café?" La cocinera mete una taza en la olla de peltre azul y la saca escurriendo: "Pero se lo toma rápido, porque me tengo que ir". Daniel no puede contener su sorpresa. Ana Elena da servicio hasta las nueve de la noche, y a veces más tarde. Lo comenta y la mujer le aclara: "Es que voy a ir con mi esposo a ver a la doctora." "ƑDon Vicente está enfermo?"

Ana Elena sigue tallando un perol y sin levantar los ojos responde: "No precisamente, pero ya ve: hay cosas que les pasan a los señores". Sin saber qué decir, Daniel mueve la cabeza y levanta las cejas. Ana Elena no percibe el gesto y sigue hablando: "Andábamos retemal. Pensé que tenía otra mujer y, sin decirle, consulté a un licenciado para lo del divorcio." Daniel echa el cuerpo para adelante: "No me diga." La voz de Ana Elena suena más enérgica: "Sí. ƑPara qué seguir viviendo con un señor que de marido no tenía nada? Se la pasaba furioso o cansadísimo, y yo mientras... ƑSe imagina? Claro que eso nunca se lo reclamé. Ahora ya sé que hice mal. Me lo dijo la doctora."

Daniel no puede sostener la mirada de Ana Elena. La puestera toma una servilleta de flores y se pone a frotar el mantel de plástico: "Por cierto, Ƒqué milagro que sale tan temprano?" El no responde y enciende otro cigarro. Piensa en lo que hará Marcela cuando lo vea. No encuentra ninguna imagen precisa y opta por seguir conversando: "Me da gusto que usted y don Vicente se hayan arreglado". Ana Elena suspende su trabajo: "Apenas en eso andamos. La doctora dice que deberíamos tener por lo menos dos consultas a la semana, pero es imposible que dejemos de trabajar. Si así apenas salimos con los gastos, ahora imagínese lo que pasaría si trabajáramos menos."

Ana Elena ve a Daniel llevarse la taza a los labios y le pregunta: "ƑYa mero se termina su cafecito? No crea que lo estoy apurando nada más porque sí. Lo que sucede es que tenemos la consulta a las ocho. ƑQué horas tiene?" "Seis y veinte, está a tiempo, Ƒno?" Ana Elena se quita el delantal y se vuelve hacia un trozo de espejo colgado junto a la hornilla: "Apenitas. El consultorio nos queda bien lejos, hasta Florines, pero vale la pena el sacrificio."

Mientras Daniel se busca la cartera, pregunta: "Y en ese consultorio Ƒcómo es el tratamiento o qué?" Ana Elena reflexiona unos segundos antes de responder: "Ahí de lo que se trata es de que uno hable, y aunque parezca mentira es lo más difícil. Nosotros ya empezamos, pero nos costó harto trabajo, con todo y que llevamos veintidós años de casados. Y es que hay cosas que no sabe uno ni cómo decirlas, y los señores menos. Con eso de que los enseñan a que los hombres no lloran..." Un acceso de tos sacude a Daniel: "Se me fue el café por otro lado". Ana Elena sonríe con malicia y gira otra vez hacia el espejo para ordenarse el cabello.

Daniel se levanta y se guarda la cartera en el bolsillo: "Ya no la entretengo. Ahí luego platicamos". Corre para alcanzar el microbús que está punto de partir. Encuentra un sitio vacío. Lo ocupa, apoya la cabeza en la ventanilla y cierra los ojos. Piensa en Marcela. ƑQué le dirá? Sin darse cuenta se responde en voz alta: "Nada. Yo no tengo que decirle nada".

El movimiento de la combi lo adormece. En su leve sueño ve el rostro de su padre, consumido y sombrío. Sobresaltado, Daniel se despierta. Mira por la ventanilla para ahuyentar el recuerdo del sueño y decide lo que dirá en cuanto llegue a casa.