Jorge Camil
Nuevo discurso político
EL INSOLITO CAMBIO en el discurso político de la actual campaña presidencial me obligó finalmente a leer un pequeño libro que adquirí hace algunos años, más intrigado por el título que por el tema de la obra. (Debo confesar que en 1990, a pesar de los evidentes esfuerzos de Carlos Salinas de Gortari por ganar la Presidencia desde la Presidencia, no me provocaba mayor interés el enrarecido tema de la legitimación política a través de las encuestas y los medios de comunicación. Simple y sencillamente, el derecho electoral mexicano no estaba aún en esas ligas).
Sin embargo, ahora, ante la proliferación de las campañas políticas por televisión, el libro de Jean Marie Cotteret, Gouverner c'est paraitre (gobernar es parecerlo) adquiere pronto el carácter de una revelación. El autor analiza la transición del discurso político desde tiempos de la Grecia antigua, donde la palabra hablada con elegancia y resonancia teatral constituía el corazón de la vida política, hasta la época moderna, en la cual los discursos de proselitismo, obligados por las presiones de la televisión, se rigen por la regla "de las 4 C"; claros, cortos, coherentes y creíbles. Los políticos incapaces de hacer esa transición son condenados por la sentencia lapidaria de Tucídides: "aquel que no puede expresar claramente lo que piensa está al mismo nivel de los que no saben pensar".
El mensaje de Cotteret se puede resumir en una sola frase: más allá de la legitimación electoral (o quizá por encima de ella) está la legitimación electrónica de los gobernantes.
Por ese motivo, el discurso político -hablando en términos de marketing- ha perdido ideología para ganar penetración. Ante la necesidad de llevar el mensaje a millones de televidentes, los candidatos parecen haber encontrado, felizmente, el común denominador del lenguaje cotidiano, y desafortunadamente el lugar común de los eslogans publicitarios.
En Francia los partidos políticos ofrecen verdades de Perogrullo: "una Francia para todos los franceses", pero en México no lo hacemos nada mal: recurrimos a la vulgaridad de los "madrazos" (hoy condenados por la reciente carta pastoral del Episcopado como "transgresiones pecaminosas") y hemos sucumbido a la tentación de perogrulladas made in México, como "la solución somos todos" o, peor aún, "arriba y adelante", que resultó al revés.
En este sentido, nuestros candidatos presidenciales no tienen motivo para perder el sueño. Han navegado viento en popa desde la oratoria grandilocuente de Adolfo López Mateos hasta el refinamiento cibernético de gestos y señales. Un vuelco jamás imaginado por Marshall McLuhan, el gurú de los medios masivos de comunicación.
La televisión llegó para quedarse. Un candidato en campaña trabajando sin reposo puede influenciar a cincuenta mil electores diarios, mientras que un spot publicitario de diez segundos es presenciado por cuatro millones de personas.
Por eso los candidatos presidenciales estadunidenses han abandonado la cursilería de los bebés y los hot dogs para aparecer semanalmente, en distintas regiones geográficas del país, en debates televisivos con participación de todos los precandidatos presidenciales.
El problema son las presiones; tres minutos para presentar un programa de gobierno: "candidato Gore: Ƒcuál es su posición sobre el aborto? Lo siento, tiempo transcurrido". "Candidato Bush, Ƒqué haría usted con Saddam Hussein? Gracias, ahora viene la réplica del vicepresidente Gore". Pero eso no es lo peor.
El futuro nos depara la presentación virtual de candidatos en charlas de Internet y la votación por computadora. Sin salir de casa, en pijama, disfrutando una aromática taza de café con los periódicos dominicales, mientras dos o tres auténticos desconocidos se reparten el país a espaldas nuestras.
El problema es que los ciudadanos, necios, inoportunos, siempre a contrapelo de los partidos políticos, requerimos cada día más explicaciones, más información, más justificación sobre las decisiones que afectan nuestros intereses personales.
Algunos países avanzados ya están estudiando y regulando los efectos jurídicos y sociales de la cibernética en el proceso democrático. En México, mientras tanto, hemos llegado a un estadio superior: el pulgar de Francisco Labastida contra el dedo cordial de Vicente Fox Quesada. Bienvenidos a la apertura democrática.