Hermann Bellinghausen
Liras en la tapa
La calle se estrechaba de pronto, y su serpentina curva hacía imposible ver unos metros antes qué habrá. Parecía un descenso, pero no era sino la pendiente que lleva a otro canal, uno más, un descenso a la ribera que vela día y noche la santidad del lecho del agua.
Al final divisé el puente, semicircular y chino como un Van Gogh, tranquilamente remontado por una pareja de robustas personas de la tercera edad. El viandante, por naturaleza, no se detiene en consideraciones, así que antes de pensarlo ya estaba yo al pie del puente, si bien segundos antes la parte equina de mi vista percibió a mi derecha, detrás de unos cristales iluminados, algo, ah, el papel.
La inercia del andar me trepó al arco del puente y antes del primer tris estaba en el tope y al segundo pisaba ya la otra orilla. Las aguas del canal en cambio parecían no moverse. Un pequeño busto de no-sé-quién se dejaba cagar por las palomas y dije para mis adentros basta por hoy de estatuas. Además un busto es un inválido, no sabría caminar y habría que cargarlo.
La compañía de Pietro Paleocapa fue más que suficiente. Nadie guiaba ni gobernaba mis pasos, así que me detuve, titubeé un instante protocolario, viré y crucé de retache el canal adormecido y sucio que unos barrenderos hidráulicos estaban limpiando por cuenta del ayuntamiento.
La pulida transparencia de cristales incrustados en la piedra rugosa, añeja y oscura tiene un efecto reparador, como de lágrima, parabrisas en la tormenta, derrota de las paredes y los portones de roble. La puerta, también de vidrio, oscilaba entreabierta y por así decir, contemporánea. Los mostradores y libreros en los muros predominaban de celeste y aguamarina, dos colores que le van bien al Mediterráneo. Imaginen una librería llena de volúmenes en cuyo interior no existe ninguna palabra escrita. Antesala de biblioteca, pensé tontamente, pensando en las silenciosas páginas sin mácula que me circundaban. Sonó una música como Vivaldi pero más hermosa, creo. Cuadernos, carpetas, libros empastados, mas de principio inescritos, algunos con lomo de trapo, el resto con lomo de cuero.
Entonces se infiltró en el ronroneo de cuerdas barrocas bien templadas un tintineo de pajaritos chinos revoloteando desde su jaula tubular de varillas de cristal que mi irrupción agitó del badajo. Algo mucho más sofisticado e intranscribible que tilín-tilín.
Acuarelas miniatura con vistas y visiones venecianas a punto de kitsch ocupaban zonas intermedias de las paredes del almacén. Góndolas, leones y gárgolas, la Opera, el Gran Canal en pastiche impresionista desde el mismo ángulo de un famoso Canaletto que ha tenido la fortuna de resultar elegido para los calendarios turísticos de la isla que no parece isla, un mundo en sí, un continente, una frontera, un paraje de agua estancada.
Estoy haciendo trampa. No confieso aún qué fue lo primero que vi. Olvídate de los cuadernos y las acuarelas y los vidrios del aparador.
Quien me atrapó el reojo en primera instancia, típico, fue una mujer, idéntica a cuál de Boticelli, el pelo castaño y oro sobre la mitad del rostro; la otra mitad, desnuda y expresiva, se dirigía hacia la tablilla donde ella pintaba velozmente una escena de carnaval, poblada de máscaras blancas, arlequines y diablesas.
La belleza de la Donna era absoluta, no cabía esperar nada de ella. Y nada obtuve. No me dirigió la vista ni por equivocación, y la breve fórmula de bienvenida después de un rato parado en el umbral, sin entrar, contemplando de un golpe todo con mis ojos de pescado y experimentando que en un espacio así de breve, sobradas las distancias, era inútil el menor intento de gran angular.
Los momentos de close up producen escalofríos si uno no viene preparado. Aquella visión angélica elaboraba un pierrot con cara de payaso frente a un palazzo desierto a la mañana siguiente, que trataba de encontrar una expresión en el trazo.
-Todo es papel auténtico -dijo la mujer sin dirigirse a nadie en particular, o bien a mi silueta en el borde de su campo visual. Sin que mediara pregunta agregó, todos los cuadernos los
hice yo.
Diré qué de los cuadernos, sensación de nadar sus tapas, verdeazules como dije, salvo pocos casos púrpura, sepia o naranja atardecer.
-ƑPuedo? -dije, y ella asintió triplemente con: la cabeza, una sonrisa automática y la mano que sostenía el pincel señalando en semicírculo los muros de la tienda, para inmediatamente regresar, pincel y mirada, a la tablilla en proceso. Pareció olvidarse de mí.
Su mano izquierda deslizó sobre el mostrador un cuaderno con grandes tapas de apretadas guirnaldas y un horror vacui de liras venecianas flanqueadas por cisnes en contorsión de ganso a punto que daban su espalda alada a las arpas hieráticas y parecían picar las flores.
-Escríbame aquí, lo que no existe no cuesta nada -dijo, pero el cuaderno de las liras valía 25 mil liras italianas.
Eso hago ahora, un distinto cuándo, con el cuaderno abierto, tinta negra en la punta de la lengua y los versos de Wislawa Szymborska, "El gozo de escribir./ El poder de retención./ La venganza de la mano mortal", abusando del espacio.