La Jornada lunes 13 de marzo de 2000

León Bendesky
Sociedad contenida

Hoy las cosas en la economía marchan de maravilla. Ya hemos pasado por momentos como éstos de optimismo y felicidad macroeconómicos, uno de ellos fue en 1994 en el periodo de elecciones y de cambio de gobierno. Y aunque las condiciones actuales son distintas a las que tuvimos en ese episodio, el supuesto es el mismo de entonces, es decir, que este entorno crea las bases para que todo se acomode y se sostenga el crecimiento.

La estabilidad actual puede durar incluso más allá del fin de sexenio porque está basada en una serie de fuertes restricciones: la primera es fiscal, pues el gobierno casi no tiene recursos para gastar y hasta cuando sube el precio del petróleo recorta el presupuesto; la segunda, porque las autoridades monetarias tienen muy controlada la cantidad de dinero para que no suban los precios, pero con ello no hay crédito para la mayor parte de las empresas, además de que el quebranto de los bancos no está resuelto y cada año cuesta una fortuna a la sociedad.

Es bastante dudoso que la menor inflación, la apreciación del peso y la reciente baja de los intereses sean suficientes para revertir la tendencia de un lento crecimiento, prácticamente concentrado por completo en las exportaciones maquiladoras y de unas cuantas industrias sin abasto local. Una economía manejada con restricciones equivale a una sociedad también contenida que, paradójicamente tal vez, se aferra a lo que tiene y teme perderlo ante lo que considera incierto. Este es un tema de la temporada electoral.

A pesar de la felicidad económica actual no existen suficientes posibilidades e incentivos para ahorrar e invertir; la intervención del gobierno padece de una especie de esquizofrenia, que le hace quitarse de donde debe estar y meterse donde no debe; el deseado libre cambio se convierte cada vez más en un control monopólico de pequeños, pero fuertes grupos de poder de los sectores clave; los costos de transacción, que se pagan para realizar las actividades económicas, siguen siendo muy altos y tienen por consecuencia una gran ineficiencia y, además, el mercado provoca una amplia distorsión entre la rentabilidad privada y social del uso de los recursos y compromete las posibilidades reales de desarrollo.

Se repite continuamente en planes y programas gubernamentales, y en los discursos políticos y de las cúpulas empresariales, que el país requiere de más y mejor educación y, sin embargo, no se ve una decisiva acción al respecto. La crisis de la UNAM es como la punta de un iceberg que se forma por la incapacidad de apuntalar a largo plazo un sistema educativo en serio para el país, donde quepan por igual las instituciones públicas y las privadas de calidad y competitivas en las ciencias y la tecnología, pero también en las humanidades. El más reciente recorte presupuestal afectó partidas de la Secretaría de Educación y se dijo que no eran prioritarias, pero una sola aula que no se construya o un solo pizarrón que no se instale es ya una cuestión prioritaria. En cambio se sataniza todo lo que le cuesta a un erario que aparece como Scrooge en la época de navidades, pero que en realidad expresa la larga incapacidad para administrar los recursos de la nación. Para darse cuenta de ello recuérdese tan sólo el dispendio petrolero de fines de los años setenta o la dilapidación de los abundantes recursos externos que llegaron al país en la primera mitad de los noventa. Estos son actos de irresponsabilidad histórica que han provocado crisis tras crisis y que pagaremos mucho tiempo.

La miopía del capital político esclerotizado y de la ganancia privada de corto plazo de los grandes capitales han retrasado sexenio tras sexenio la formación de un acervo de capital que permita a la sociedad tener bases firmes para generar riqueza y distribuirla mejor. Sin suficiente inversión pública y privada no hay progreso duradero. La inversión requiere de capital, tiempo y seguridad, pero también de mayor avance tecnológico y eso no se consigue mediante una Ley de Ciencia y Tecnología de carácter eficientista, que inhibe el trabajo de los centros productores de ese conocimiento y expresa el talante autoritario de la política de desarrollo que se pretende apuntalar.

Instituciones hay, pero son todavía frágiles y les falta capacidad y legitimidad ante la sociedad; leyes y reglas hay pero su cumplimiento no es coherente, tienen demasiados recovecos, se aplican con discreción y sigue existiendo un enorme espacio para la impunidad. Todo esto es también una sociedad y queda fuera del foco del limitado criterio contable que se aplica para administrar el país. Habrá que pensar cómo se dejará de contener la economía y qué pasará entonces con los buenos resultados actuales; ésa es también una transición hacia una sociedad con más espacios.